QUIQUE PEINADO
El Mundo.es
Estamos en un diminuto vestuario del Pabellón Jorge
Garbajosa de Torrejón de Ardoz, en Madrid. Cerca de 3.000 personas se han
congregado para ver, entre otros, a Cristian Morales, campeón de España del
peso ligero, que hace su primera defensa del título. En la puerta, un cartel
cutre hecho a mano y pegado con cinta aislante marca los dominios del campeón,
a quien su mujer, Raquel, le ha cosido el calzón con el que subirá al ring. Ese
muchacho del barrio madrileño de Hortaleza se va a «jugar la salud» -como dice
la recurrente frase de los boxeadores para evitar decir que se van a jugar la
vida- a 10 asaltos de tres minutos contra Antonio Rodríguez Chiky, un lienzo de
tatuajes andante que un día durmió en una peluquería yanqui para poder pelear
allí. Cristian, que fue pintor en Reino Unido para aprender el pugilismo de
aquel país, al que se marchó con 19 años, la Selectividad aprobada
y nada más en la maleta, tampoco lo ha tenido fácil. Nadie lo tiene en el boxeo
profesional español, una feria con poco dinero y muchas manos para cobrarlo.
Por esta pelea, Morales ganará 2.800 euros, más un porcentaje de las entradas
que él mismo ha vendido con sus manitas. Antes de cobrarlos, ha sido un muerto
en vida durante casi tres meses de entrenamiento específico, más duro que el de
ningún otro deporte, que le ha llevado hasta el estado físico y mental en el
que se encuentra ahora. Tres meses de calvario y su salud en juego en breves
minutos por ese dinero. Con suerte, en España podrá hacer dos peleas de este
nivel al año. Como comprenderán, no lo hace por dinero. Las pasadas navidades,
Morales escribió a varias ONG para proponerles hacer algún tipo de gala
boxística, en la que él buscaría todos los medios, para recaudar dinero. De
todas a las que se dirigió, solo una, Acción contra el Hambre, le respondió.
Fue para decirle, muy amablemente, que no solía hacer ese tipo de acciones. Y,
quién sabe con qué necesidad, decidieron añadir esto: «El deporte que
practicas, por su naturaleza, no cuadra con los principios y valores de Acción
contra el Hambre, y por lo tanto es muy complicado que podamos hacer algún tipo
de colaboración».Si es usted boxeador, ni su buena voluntad nos vale.Dice
Javier Castillejo, el púgil español más grande de todos los tiempos, que en
este país ser boxeador es como ser un delincuente. «Totalmente», confirmará
Morales días después de la pelea, sentado en la barra de un bar, bebiendo una
infusión con miel, que es todo el exceso que se permite en su vida ascética de
deportista profesional. «Llevo desde los 18 años dando clases a chavales. Les
he ayudado a tener autoestima, el boxeo es el que les ha hecho saber que hay
una manera de vivir en la que no necesitan ser los más malos. Hemos enseñado a
críos a caminar por la vida de otra manera», se reivindica Morales, también
maestro de su deporte.Si el boxeo tuviera un subtítulo, sería Deporte de acción
contra el hambre. Pero Cristian, un hombre educado, de discurso brillante, de
una vida sacrificada por un deporte que solo devuelve satisfacciones para su
alma, se enfrenta cada día a miradas de desaprobación, a gente sorprendida
porque no sea un macarra, a muecas de asombro y cambios de humor repentino.
Usted, que ha visto Rocky y conoció a Poli Díaz, no
adivinaría ni en 100 años hablando con él que es boxeador: ni una marca en su
cara de niño, una nariz perfecta, un discurso brillante de muchacho de barrio.
«Yo no voy presumiendo por ahí de mi profesión, pero en algún momento lo dices.
Y, automáticamente, comienzan a tratarte distinto», reconoce el campeón. Este
chico es un maldito en este país. Pero sólo es ahí, dentro de ese vestuario en
el que Cristian está sentado ahora mismo, con los antebrazos posados en una
roñosa silla de plástico, mientras su entrenador le venda las manos con
ceremoniosa precisión, con una coreografía de movimientos, silencios y gestos
que evoca lo funesto, donde uno sabe que en juego está un mordisco de la vida
de ese chico al que despreció una ONG. Sin artificios, sin barreras, sin que
uno pueda detenerlo. Ahí, rodeado de un silencio pastoso y una electricidad
ambiental insoportable porque todos los que están saben lo que se va a poner en
juego en el ring, uno comprende que no hay dinero en el mundo que pague a un
boxeador. Nada puede hacerlo. El corazón se acelera, se hace un nudo en el
pecho y la cabeza no para de darle vueltas a lo que va a pasar.
¿Ahora en qué piensas, Cristian?
En nada. Ya está todo pensado.
Él ha llegado a tenerlo todo pensado sobre algo, una
cuestión metafísicamente imposible, pero que para él no lo es. Porque mientras
quien les escribe se tuvo que salir del vestuario porque no aguantaba la
tensión, Morales se encontraba en lo que él llama plenitud. Porque ese chico
había alcanzado un estado físico y mental con el que no puedo soñar. Ahora, si
me cree, puede seguir leyendo para intentar entender esto, que se construye
sobre la esencia más desnuda del ser humano. Corre el riesgo de que no le guste
o, con suerte, dejar de considerar un maldito a Cristian Morales.Nadie ha
contado mejor la esencia del boxeo que la novelista Jayce Carol Oates en su
libro Del Boxeo. Entre las muchas y muy brillantes disquisiciones sobre la
esencia del boxeo, de la pelea y de la masculinidad, Oates le da la vuelta a un
razonamiento clásico sobre este deporte: que es la manera organizada de dar
rienda suelta a nuestros instintos más primitivos y menos deseables,
fundamentalmente el de la violencia.
Para la escritora norteamericana, es lo contrario: un púgil
anula su instinto más profundo. «El boxeador aprende, mediante un esfuerzo de
voluntad que los no-boxeadores no pueden ni intuir, a inhibir su propio
instinto de supervivencia; ejerce su voluntad sobre los impulsos, meramente
humanos y animales, de eludir no sólo el dolor, sino también el miedo a lo
desconocido. En términos psíquicos esto suena a magia. La cordura puesta al
revés, la locura revelada como una forma más elevada y pragmática de la
cordura», escribe. Es decir: un boxeador es capaz, con un don natural y tras
una preparación física y mental sobrehumana, de inhibir su instinto de
supervivencia. Es capaz de controlar el impulso de retirar la mano cuando se la
está quemando con una llama.
«Tras cada combate soy una persona distinta y mejor de lo
que era antes de comenzar a prepararlo. En cada pelea ganas o pierdes no contra
tu rival, sino contra la anterior versión de ti mismo. Algunos boxeadores
persiguen la fama o la victoria como un perro que corre detrás de un coche, que
cuando lo alcanza no sabe qué hacer con él. Y se olvidan de que es el camino
hasta la pelea lo que te hace verdaderamente una mejor persona», dice Morales.
Cuenta que el boxeo le ha dado seguridad en él mismo. Y añade, mirando a los
ojos y con una convicción estruendosa: «Gracias al boxeo tengo una capacidad de
sacrificio increíble. Yo ahora sé qué tengo que hacer para conseguir lo que me
proponga en la vida». Llegar al convencimiento de que uno sabe lo que hay que
hacer para conseguir lo que se proponga en la vida es de locos o de genios. Los
boxeadores tienen un poco de ambas cosas. Ninguno te dirá antes de una pelea
algo distinto a «estoy en el mejor momento de mi vida» o «voy a ganar seguro».
Lo creen porque si no lo creyeran, no podrían subirse al ring. No serían
capaces de anular su instinto de supervivencia. Nunca tienen miedo, no se lo
pueden permitir. Y no lo hacen porque han pasado un calvario sobrehumano para
llegar hasta el pie del ring. Para la pelea contra Chiky, Cristian Morales se
levantó el día del pesaje, uno antes de la contienda, en 62 kilos y 800 gramos. Esa misma
tarde tenía que dar menos de 61,237, el límite del peso ligero. Para quitarse
ese peso se fue al gimnasio, se abrigó y se puso a hacer ejercicio hasta que se
deshidrató. Ni bebió ni comió. Dio en la báscula 61 kilos exactos. Esa misma
noche, cuando se acostó, pesaba 66. Ahora estamos en el pasillo que va a dar a
la salida de vestuarios. Cristian ha vivido cómo, en medio de su rito de
concentración, el presidente del Comité de Boxeo Profesional, Alfonso Redondo,
entraba de malas maneras a su vestuario a pedirle a Antonio González Matías, su
entrenador, mánager y promotor de la velada, el dinero para pagar los
arbitrajes. Matías, un tipo de carácter, sacó al directivo del vestuario a
gritos y, en una escena muy tensa, le pidió respeto. «¿Ves la de cosas que
tienen que cambiar en este deporte?», dice Morales al periodista, atónito ante
la falta de cortesía que acaba de vivir. La imagen es cutre, indigna del
esfuerzo que le ha llevado hasta ahí. Pero ahora todo eso queda atrás. Cristian
golpea las manoplas de su entrenador. Es, literalmente, otra persona distinta a
la que era al llegar al pabellón. Su mirada bondadosa ahora es la de un animal
que va a salir a cazar. Todos sus movimientos denotan rabia y concentración.
Como dijo Joyce Carol Oates: «Los boxeadores están enfadados, en un sentido más
profundo (...) De hecho, es el único deporte en el que la rabia es aceptada,
ennoblecida». Morales dice que se ve en vídeo y no se reconoce. «Cuando voy a
salir al ring me transformo. Me ciego. En mi cabeza sólo hay silencio. Lo veo
todo claro, disfruto de la salida al cuadrilátero, oigo los aplausos, mi canción»,
describe. Es en el paseo al ring donde el boxeador es la envidia de todos los
deportistas: ha elegido su ropa, su música, se encuentra en plenitud física y
mental y no siente miedo ni presión. Todo lo escoge él y es para él. Morales
camina hacia el cuadrilátero con esa cara de matar o morir mientras canta “Hambre
de victoria”, del rapero alicantino Nach. «Todo lo que tengo es este micro y mi
concentración / Tras meses hurgando en mi alma vuelvo a la acción / Todo lo que
tengo es una voz y la esperanza / de miles que me lanzan a ultranza su
confianza / Todo lo que quiero es vivir una vida plena / más allá de esos
horarios diarios que me condenan / Sentarme a cenar en paz, sin ruidos que
contaminen / Soy un mecenas del rap, callar es mi mayor crimen», recita,
mientras mira hacia el público. «Sientes que estás preparado para la batalla,
estás en plenitud. Luego miro a los ojos de mi rival profundamente y llega el
momento de disfrutar».
"No estás noqueando a una persona, estás noqueando a un
boxeador. Él es como yo"
¿Cómo puede disfrutar una persona noble, tranquila y buena
de golpear a otra persona hasta hacerle caer perdiendo el sentido? Decía
Maravilla Martínez, ex campeón mundial del peso medio: «No está en mi
naturaleza pegar a otro tipo hasta tirarlo al suelo». Y era verdad. Eso no le
impidió celebrar hasta el paroxismo, con la euforia de mil goles, cuando cazó
uno de los mejores KO de la historia reciente del boxeo a Paul Williams, que
recibió una mano a la contra y cayó, ojos en blanco y apariencia de cadáver,
como si le hubieran apagado el interruptor de la vida. Floyd Patterson, el
legendario campeón mundial de los pesos pesados, decía que no le gustaba ver
sangre en el cuadrilátero. «No la del otro tipo. La mía me da igual». Es
imposible de comprenderlo del todo si no eres boxeador. Al pugilismo se le ha
llamado el Noble Arte, la
Dulce Ciencia del Golpeo, el Drama de la Vida en la Carne. Ningún
deporte tiene tanta literatura ni tan brillante a sus espaldas. Pero al final,
son dos tipos pegándose hasta que uno derriba al otro. Es primario y violento.
Aunque el boxeo actual protege hasta el extremo la integridad del boxeador,
porque los árbitros no permiten un golpe de más, porque los guantes, las
protecciones y la reglamentación limitan los daños; aunque un boxeador en la
actualidad no sufre un daño físico ni remotamente comparable a otro que ejerció
la misma profesión hace 20 ó 30 años, aunque se haya humanizado, el pugilismo
son dos personas pegándose, al menos en la misma medida en la que el fútbol son
22 tipos en calzoncillos persiguiendo una pelotita. Al contrario que el fútbol,
el boxeo es la menos importante de las cosas más importantes. Ni siquiera para
Cristian Morales, que posee el don de la palabra y ha reflexionado mucho sobre
su propia naturaleza de peleador, le es sencillo de explicar. «Nunca he sentido
odio hacia mis rivales, todo lo contrario. Les respeto mucho, pero sé que
vienen a quitarme algo que me pertenece», dice. «El boxeo son dos personas que
eligen libremente subirse a un ring a probarse. Y lo hacen con las mismas
condiciones, en el mismo peso. No vale ni tener dinero, ni privilegios
sociales. En un ring tienes tu cerebro y tus puños para ganar. Es algo
primitivo y que a la vez te da paz». Relata, como lo hacen todos los púgiles con
los que hables, que los golpes en la cara no duelen (en el cuerpo sí), porque
estás entrenado para ello. Y explica el KO. El propinarlo, porque él nunca lo
ha recibido. Decía Patterson que cuando te noquean te sientes bien, que es un
momento de felicidad inconsciente. Ha sido definido como «cuando te sacan del
tiempo».Pero Morales no lo sabe. Sólo conoce la sensación de golpear un tipo y
dejarlo fuera del tiempo por unos segundos. «Cuando llega la mano sabes que la
pelea se ha acabado. La sensación es espectacular. Te viene un escalofrío en el
cuerpo», dice, y sonríe. «En cierto modo, levantas los brazos y festejas porque
la pelea se ha acabado y también se ha terminado tu castigo. Si el otro me
noqueara a mí, querría que lo festejara», añade. «¿Y cómo se conjuga eso con no
querer hacerle daño a un ser humano?», le pregunto. Para y piensa. Puede que no
se lo haya preguntado nunca. «¿Cómo lo explico para alguien que no conoce el
boxeo?», dice. Titubea. Empieza varias frases que no acaba. Arranca: «No estás noqueando
a una persona: estás noqueando a un boxeador. Él es como yo. Acabar así es
desagradable, pero es la finalidad del boxeo, es por lo que entrenas».
"Estoy harto de levantarme a las siete para correr, de
no tomarme una Cocacola... ¿Tú crees que merece la pena? Ya no"
Y añade, tratando de quitarle al pugilismo una capa de falsa
literatura pero añadiéndole otra de verdad literaria: «El boxeo nunca podrá
dejar de ser lo que es: la celebración de nuestro ser más primitivo. Eso es un
hecho y no se puede cambiar ni se puede decorar. Para ser boxeador tienes que
sacar tu lado más primitivo, el de luchar. Esa esencia se extrapola a un ring
en el siglo XXI, con unas reglas que lo alejan de un castigo físico importante
para el boxeador, pero el boxeo es decir: 'Aquí estoy yo, soy fuerte y soy el
que manda'».Se apagan las luces del ring. Cristian Morales se sienta en su
pequeño vestuario, se siente vacío. Se pone el chándal y vuelve a ser uno más
en la calle. Uno con el estigma de ser boxeador en el país equivocado. Aun así,
entiende algunos prejuicios. «Yo soy un luchador. Estoy acostumbrado a sufrir,
a que me peguen, a pelear. Tú a mí me das una hostia y puede que la reciba,
pero aunque sea pequeño te garantizo que te voy a devolver más de una. Por eso,
el boxeo, enseñado desde la filosofía equivocada, puede ser un arma muy
peligrosa si cae en las manos que no debe. Yo no me he peleado con nadie desde
que ni me acuerdo, quizá desde que tenía 16 años. Cuando tengo una discusión de
tráfico siempre pienso lo mismo: no me voy a bajar por una bolsa de menos de
2.000 euros», se ríe. Baja la mirada. Parece que siempre le da otra vuelta a lo
que acaba de decir.«Le he entregado mi vida al boxeo y ahora tengo ganas de
entregársela a mi mujer, a mis amigos, a formar una familia. Estoy harto de
levantarme a las siete de la mañana a correr, de no salir nunca, de no tomarme
una Coca Cola, de hacer dieta. A mí no me han pegado en mi carrera, pero tengo
los codos destrozados, los hombros me duelen, las lumbares también. He vivido
de dar clases de boxeo y porque he tenido la suerte de tener unos
patrocinadores maravillosos. Si mi gimnasio va bien, voy a ganar en un mes lo
que me llevo por pelear un campeonato de España, y sin desgaste. ¿Tú crees que
merece la pena? Ya no. Yo ya sólo quiero pelear por grandes bolsas. Ya me he
demostrado todo lo que me tenía que demostrar», dice, como un viejo deportista
de sólo 30 años, otra vez en la barra del bar en la que apura la infusión con
miel. Estamos en la calle Rafael Herrera de Chamartín, el barrio de Madrid
donde va a montar su gimnasio, Morales Box, en el que planea dar clases a
ejecutivos, currelas, mujeres, niños. No quiere sacar peleadores profesionales,
de momento. Quizá porque sabe que no merece la pena. El boxeo es demasiado bonito
para él y ser profesional en España, demasiado doloroso.Cristian Morales ganó a
los puntos, con meridiana claridad, la defensa del título nacional contra
Antonio Rodríguez Chiky que vivimos desde dentro. Impuso lo mejor que tiene, su
inteligencia, a la de su oponente. «No estoy genéticamente muy dotado para
esto, pero sé cómo boxearle a cada rival», dice. No fue excesivamente
brillante, pero sí muy superior. Algo pesado de piernas, se reprochaba. Regresó
a casa sin apenas marcas en la cara; una constante en su carrera. Pero ese
final fue lo de menos. El boxeo, al menos para él, es el camino.