sábado, 16 de enero de 2010

LA NOCHE QUE ALI CAMBIÓ LA HISTORIA


Miami, 25 de febrero. Cassius Clay tenía cama reservada en un hospital. Liston debía apalearlo. Y Clay cambió la historia.

Por Joaquín Luna

Sólo al cabo de los años y a pesar del Parkinson, Muhammad Ali descubrió que aquella noche deI 25 de febrero de 1964 en Miami tenía miedo. Nunca después, ni siquiera ante George Foreman en Kinshasa, en el Zaire incipiente de Mobutu Sese Seko, también con las apuestas adversas, el gran Ali, el más grande, supo del miedo.
Ese 25 de febrero de 1964, Cassius Clay aspiraba por primera vez al título de campeón del mundo de los pesados, en posesión de Sonny Liston. Estados Unidos malinterpretó el envite: un negro charlatán contra un negro-negro, o sea, malcarado y violento. A eso redujeron el combate por el título de campeón del mundo de los pesos pesados, uno de los mejores barométros de la historia de la América del siglo XX.
Un juicio de futuro miope aunque equivocado sólo a medias. Años después, “suicidaron” a Sonny Liston o se murió de sobredosis. Acabó en un cementerio de resonancias pugilísticas, el Paradise Memorial Garden de Las Vegas con una pequeña lápida que dice “Charles ‘Sonny’ Liston, 1932-1970. Un hombre”. Un epíteto necesario por que nadie le trató como tal en vida.
Muhammad Ali nació Cassius Clay, un nombre al que renunció a mediados del 64. En su pueblo, Louisville (Kentucky) no le servían en determinados clubs deportivos o restaurantes a pesar de que era un héroe local tras ganar la medalla de oro de los semipesados en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960. Clay era negro y tenía 22 años cuando gracias a su innovadora capacidad de publicitarse logró la oportunidad de disputar el título a Sonny Liston, un ex presidiario del que alguien dijo que murió el día de su nacimiento. Pero ese era un matiz absurdo: allá en el “ring”, alma de
Dios o Barrabás, Sonny Liston era una trituradora industrial. Con mala leche.
El Convention Hall de Miami no estaba lleno: sólo 8.297 entradas, la mitad del aforo. En contra de las apariencias, Estados Unidos iba a cambiar su percepción de los negros desde aquella noche, coincidiendo con el estallido inminente de los “sixties”. Si Clay dinamitaba las apuestas contrarias por 8 a 1, si Clay ganaba al “gorila” de Liston, adjetivo extraído de la prensa de la época, lejos del lenguaje “políticamente correcto”, si por uno de aquellos milagros del deporte Clay sobrevivía y se proclamaba campeón, Estados Unidos ya no tendría nunca más un “champ” negro de juguete, como el mismísimo Joe Luis, que terminó huyendo del fisco y de sí mismo después de salvar el honor nacional en los años 30 al ganar después al “nazi” Max Schmelhing, un buen hombre, manipulado como todos los grandes púgiles. Y por eso en fila de “ring” del Convention Hall de Miami, apostando por el “outsider”, estaba Malcom X. Frente al pacifismo de Luther King, Malcom X y su Nación del Islam representaban otro modelo: si te dan un guantazo y ofreces la otra mejilla, o eres un cobarde o un tonto. Eso pensaban Malcom X y los suyos. Clay empezaba a ser uno de ellos.
Cassius Clay almorzó ligero a media tarde del 25 de febrero de 1964.
Filete, ensalada y vegetales. En contra del tópico, Clay no fue el clásico muchacho del Sur que se deja desfigurar la cara en un ring para salir del gueto. Clay nació en una familia de clase media, jamás le faltó un plato en la mesa ni un pupitre.
En una de esas excepciones que desmienten la tendencia de los periodistas a escribir libros insignificantes, en el soberbio “King of the world” (una biografía de Ah galardonada con el Pulhitzer). DavidRenmick dibuja un retrato fotográfico con olores y sensaciones del “avant-match”. Después de meses de bravatas y desplantes a un tipo como Liston, de fanfarronadas ante las cámaras de televisión, Clay teñía miedo. Por primera y última vez en su carrera.
El boxeo era mafia. Un negocio donde tipos como Frankie Carbo, de origen catalán, un gángster, deshacían títulos y se repartían con otros gángsters el 99 por ciento de la
bolsa del púgil. Y no es cliché: el 99 por ciento. En el vestuario del Convention Hall, Clay desconfiaba de casi todos los que le rodeaban, empezando por un hombre clave en su trayectoria, Angelo Dundee. Tenía sangre italiana y aún no se había ganado la confianza del joven Clay.
Nervioso, Clay exigía una y otra vez que rellenasen las botellas de agua en su presencia por miedo a que le drogase su propia gente.
Como Sísifo, su “rincón” tuvo que repetir la operación varias veces. El médico de Clay, Ferdie Pacheco, hoy comentarista excepcional de televisión, lo tenía todo preparado.
Tras verificar las distancias desde el Convention Hall a todos los hospitales de Miami, tras inquirir que cirujanos estaban de guardia aquella noche, el doctor Pacheco apalabró el posible ingreso (el probable ingreso) de Muhammad Ahí en el Sinai Medical Centre. “Liston hubiera ganadó al Tyson de los mejores tiempos”, estima Angelo Dundee.
Brevemente: Cassius Clay era carne de cañón poco antes de subir al cuadrilátero y vérselas con un tipo que arrebató el título al buenazo de Floyd Patterson en dos minutos y seis segundos.

Mal ejemplo.
“Ahora te tengo, soplapollas”, dijo Sonny Liston después de que el árbitro Barney Fehix concluyese el preceptivo recuento de las reglas.
Ese ahora significaba el único reducto del mundo donde Liston se sentía respetado o al menos no despreciado. El campeón le tenía ganas a aquel imbécil que se burlaba en público de su jeta o de su incapacidad para articular frases inteligibles y faltaba al respeto debido a un campeón del mundo. “Soplapollas” debía ser un término modoso para un hombre con 24 hermanos, para el crío callejero que a los 12 años decidió emigrar al norte, a Chicago, para poder comer, un lujo en su medio agrícola. Un día fue un hurto. Otro un robo, otro un atraco. Sonny Liston fue incapaz o mejor dicho, a Sonny Liston todos le recordaron siempre (la prensa, la sociedad, los políticos) que, antes que campeón, era un mal ejemplo para la juventud estadounidense. Es mejor no hurgar mucho en la vida privada de los personajes a menos que uno sea periodista o cínico, o ambas cosas a la vez. Antes que campeón, Liston fue presidiario (cinco años en la cárcel). Sonny, el negro malo, destronó a Floyd Patterson, el negro bueno, en 1962. Tras el combate, regresó a Filadefia ilusionado ante el recibimiento tradicional a todo “champ”: bienvenida del alcalde o del gobernador en el aeropuerto, parada con confeti y agasajos múltiples. Liston comentó incluso a un periodista local, en el avión, qué tipo de discurso pensaba improvisar. El avión aterrizó y Liston enfiló la escalerilla emocionado. Comprendió rápidamente: nadie le esperaba. No hubo confeti, no hubo banda de música, no hubo nada. Cassius Clay había caldeado el combate como ningún otro boxeador en la historia. Clay es el primer gran deportista que comprendió el papel decisivo de los “media” en el deporte y la dimensión de “show” que adquiriría el deporte profesional en EE.UU. Sus ruedas de prensa eran extravagantes, diferentes, chispeantes. Además, Clay tenía una insolencia juvenil muy de la época, muy de los “sixties”. Néstor Luján tuvo el acierto y la visión de reflejar esa dimensión en un artículo en “Destino” del 29 de febrero del 64. “No se porqué se nos antoja que el triunfo de Clay es como una especie de victoria de la juvenil alegría que tanto echamos de menos en el mundo de hoy.”

Todo llegaba con retraso a España.
Puñetazos al racismo.
El título mundial de Cassius Clay, hace 35 años, delimitó un antes y un después en el boxeo y en la lucha de los negros aunque el combate Clay-Liston fue retransmitido en directo de madrugada por TVE (aquello sí eran madrugadas televisivas: un día, el
hombre pisaba la Luna, otro, España jugaba la Copa Davis en Australia o a Pedro Carrasco le robaban el título en Los Ángeles ante Mando Ramos. Ya lo dice Serrat: qué se podía esperar de nosotros).
Las grandes plumas del periodismo estadounidense estaban en fila de “ring”. Dioses como Norman Mailer o Gay Talese. También el público prefería a Sonny Liston. Ali
era un insolente, un charlatán que no había demostrado nada aún sobre el cuadrilátero y que parloteaba de cuestiones raciales o sociales. A los públicos, además, les gusta estar con el campeón. “Recuerdo perfectamente uno de aquellos blancos del Mississippi. Antes de empezar, se acercó al ring y gritó: Sonny ¡noquea a ese ‘nigger’j (negro, en tono despectivo)”, apuntaba Ali en una biografia suya elaborada por la BBC.
Ali vestía calzones blancos con franja roja. Liston, blancos con franja negra. Envergadura, pegada, experiencia. Todo presumía la victoria de Liston. Aquel combate sería especial e histórico. Porque entronizó al boxeador más grande de todos los tiempos. Los grandes son siempre gente que cambia los cánones y delimitan un antes y un después. Cassius Clay aplicó como nadie velocidad, estrategia y psicología. Aquella noche, para disgusto de los críticos, demostró que se puede doblegar una roca huyendo de ella y volviendo sólo para perforarla en el momento oportuno. Clay fue el púgil que “vuela como una mariposa y aguijonea como una avispa”.
“Sal y báilale” Se escuchó el gong del primer asalto y Clay envió dos mensajes a Liston: se equivocaba si pensaba en noquearle con rapidez y anticipaba sus golpes importantes (Ali ha relatado que las pupilas de Liston delataban cuando preparaba alguno de sus “jabs” temibles). Esa inteligencia, privilegiada, le hizo ganar a tipos imposibles: Liston, Frazier, Foreman... Cuando terminó el primer “round”, Liston rechazó sentarse y siguió en pie. Fue su último desplante. Ali había ganado el asalto y gritó ala prensa: “¿Cerrar mi boca? No podéis”. Nadie cerró nunca más la boca de Muhammad Ali. Primer, segundo, tercero, cuarto, quinto, sexto “round”. Liston sangraba por una ceja desde el segundo. Un púgil vulnerable, empequeñecido, desconcertado ante la falta de alternativas. Sólo hubo un asalto extraño, del que nunca sabremos la verdad porque, a diferencia del ciclismo, en el boxeo aún impera una educada ley del silencio. A medida que transcurría el cuarto asalto, Alí perdía la vista y notaba como sus ojos se abrasaban. La gran sospecha es que el “rincón” de Liston le untó los guantes con alguna sustancia tóxica, una práctica desesperada pero no infrecuente. Clay llegó al descanso desazonado, inquieto y con atisbos de abandono. Viejo zorro, Angelo Dundee entendió el problema, le trataron como pudieron y he ordenó: “sal y báilale”.
Fue un minuto crucial, decisivo en la carrera del chaval de Louisville. El escozor desapareció al final del quinto asalto. Medio minuto antes del gong, Ali tuvo tiempo suficiente para persuadir a Liston de que el problema estaba superado. Al final del sexto round, Sonny Liston, con un hombro lesionado, abandonó. Recayeron sospechas, sombras y dudas. Sólo después, con los años, las peleas durísimas, Vietnam, el Parkinson y la estampa sorpresa de Ali encendiendo el pebetero de los Juegos de Atlanta, sólo entonces pudimos comprender que el Clay-Liston de Miami fue un día histórico en el deporte del siglo XX.