VICENTE CARREÑO
As.com
Cuando el 21 de julio de 1992, cuatro días antes de
iniciarse los Juegos Olímpicos de Barcelona, José Manuel Ibar Urtain se lanzaba
desde el balcón de su casa en la calle Fermín Caballero de Madrid y se cerraba
la apasionante historia de un personaje que conmocionó al país al final de la
década de los sesenta. Su irrupción en el boxeo fue espectacular. Era 1968. El
franquismo agonizaba. Aquel país que quería desatarse de las cadenas de la
dictadura que llevaba aprisionándole durante treinta años descubrió a aquel
morrosko fuerte como un toro, el mejor levantador de piedras de Euskadi. Era
una fuerza de la naturaleza, cuando contraía los músculos te dejaba con la boca
abierta. Un prodigio. Se llamaba José Manuel Ibar Azpiazu. Hijo de José y
Felisa, era el segundo de una familia de diez hermanos. Los genes de hierro le
venían de su padre. “Mi padre era el hombre más fuerte del País Vasco. Cuando
yo era un chaval, sus proezas con las piedras estaban en la boca de todos. ¿Que
si era más fuerte que yo? Creo que sí. Yo no he visto a nadie tan fuerte como
él. Heredé su apodo, Urtain, que era también el nombre del caserío en que
vivíamos”. José Manuel Ibar me contó su historia en una larga biografía que le
hice en 1974 y que se publicó entonces en el primer AS Color. En el caserío,
entre Cestona y Arrona, en un lugar idílico, donde los ojos se llenan con el
verde del paisaje, creció este vasco temible que cautivó a los españoles cuando
empezó a derribar hombres sobre el cuadrilátero. Cuenta la leyenda —la historia
del Tigre de Cestona está plagada de leyendas— que el padre de Urtain falleció
como consecuencia de una apuesta con un grupo de amigos en un bar. Hasta quince
tenían que saltar desde la barra sobre su pecho. José Manuel nunca quiso hablar
sobre lo ocurrido. Él se sentía orgulloso de sus éxitos como levantador de
piedras. “Lo más importante que he hecho es levantar una piedra cúbica de 188
kilos, 12 veces en quince minutos. Desde crío me dediqué a levantar piedras
siguiendo los pasos de mi padre. En casa siempre estaba practicando. Mi hermano
Cándido se inclinaba por la pelota vasca y yo por las piedras. Mi padre había
logrado levantar las piedras más destacadas, incluida la famosa de Amezqueta.
¿Que si yo lo hice después? Sí, sí, pero ya era mucho más fácil. A esa piedra
de Amezqueta le hicieron una especie de agarradera, con la que desaparecería su
principal dificultad que estribaba en que no había por dónde cogerla. A los 16
años realicé mi primera exhibición como levantador de piedras en Zumaya.
Levanté la piedra de 96 kilos en dos tandas de dos minutos. Hice veintiuna
alzadas y dos nulas y ya se empezó a hablar de mi fortaleza”. Urtain me contó
en aquellas dos tardes que me encerré con él en su casa madrileña de Víctor de la Serna para recoger datos
para su biografía que firmó su primer contrato como levantador profesional por
cinco mil pesetas al mes más la mitad de lo que se conseguía en las apuestas.
José Manuel descubrió cosas turbias detrás del mundo de las apuestas, por eso
decidió establecerse en solitario. “Sabía que me engañaban en lo relacionado
con las apuestas. Recuerdo que una vez en Munitibar habían apostado cincuenta
mil pesetas. Al terminar la prueba fui a por mi dinero y no vi un duro. Uno de
los socios se había marchado con el dinero de la taquilla, otro con el de las
apuestas y un tercero con el del contrario. Me quedé solo con las piedras y
decidí establecerme por mi cuenta”. Urtain hizo más de doscientas exhibiciones
por los pueblos y ganó más de dos millones de pesetas. “Cobraba siete mil pesetas
por exhibición, lo de las apuestas era aparte, pero solamente hice siete. Perdí
una a causa de las ventajas tan grandes que tenía que conceder”.
Aquel día, en aquella larga conversación en 1974 con José
Manuel Ibar, le hablé de las acusaciones de tongo en el boxeo y de hacer
trampas con las piedras. Se defendió con uñas y dientes. Nunca aceptó, por lo
menos delante de mí, haber par ticipado en ningún amaño ni de combates ni de
apuestas. “Si hubo tongo en alguna pelea, yo no me enteré, te lo aseguro. Con las
piedras jamás hice la menor trampa, y eso lo mantengo ante quien sea. Se ha
dicho que la única apuesta que perdí estaba preparada. Es mentira. Tenía por
adversario a Usateguieta II, competíamos con la cilíndrica de cien kilos. Él
con las dos manos y yo solamente con una. En la primera tanda de diez minutos
levanté diez veces más que él. Después sufrí un agarrotamiento de arterias y
quedé hecho polvo. Dijeron que estaba amañado, no era cierto. Además, le jugaba
cinco mil duros. Pedí la revancha en las mismas condiciones”. Usateguieta
aceptó la revancha y Urtain venció con la mano izquierda. Se llevó los cinco
mil duros y la taquilla. El mundo de las piedras se le quedaba pequeño a
Urtain. Tenía que dar demasiadas ventajas y los aficionados aportaban muy poco
dinero. El negocio se iba al traste. José Manuel Ibar se había quedado solo con
sus piedras y con sus récords. Estas eran las marcas que Urtain tenía como
levantador de piedras cuando el boxeo se cruzó en su camino: Piedra cúbica, de
188 kilos, doce veces en quince minutos. Piedra rectangular, de 170 kilos,
veintitrés alzadas en diez minutos. Con la piedra esférica, después de
colocársela en la espalda, era capaz de ponerse y anudarse la corbata.
“NO ME GUSTA EL BOXEO, YO SÓLO PELEO POR DINERO”
A Urtain no le gustaba el boxeo como deporte, le parecía
brutal y salvaje. “Yo sólo boxeo por dinero. Si no me pagasen, no me pondría
los guantes”, repitió una y mil veces. Fue su amigo Isidro Echevarría quien le
convenció para que probase suer te como boxeador. Echevarría puso los cimientos
del clan Urtain. “Yo le hablé del boxeo y le presenté a Miguel Almazor, que fue
su primer entrenador –contó Echevarría–. Tardé en convencerle pero lo conseguí.
Cuando ya era un boxeador de cierta fama empezaron a llamarme hermano
espiritual, quizá porque mi única misión consistía en aconsejarle”. Por
aquellos consejos Isidro Echevarría cobraba el cinco por ciento de las bolsas
del morrosko. El mecenas del clan fue José Lizarazu, propietario del hotel
Orly, donde montó un gimnasio para que se entrenase Urtain. Lizarazu creía que
aquel levantador de piedras de músculos espectaculares podía llegar a ser un
nuevo Paulino Uzcudun, el mejor peso pesado de la historia del boxeo español.
Era el año 1968. Estaba a punto de echarse a rodar la gran bola, el boom que
durante unos años pondría en pie a un país con ansia de ídolos. Urtain daba el
tipo. Pero el plan tenía varios fallos: a José Manuel no le gustaba el boxeo ni
entrenarse, y era demasiado mayor, cuando debutó en Villafranca de Ordizia
tenía veinticinco años, para aprender a boxear. El debut de Urtain fue como
destapar una botella de champán. Un pelotazo que prendió la mecha de una
explosión popular. “Había un ambiente extraordinario en Villafranca, yo en mi
tierra tenía el respeto de todos como levantador de piedras –recordaba José
Manuel en 1974–. Todos querían verme en el ring, la gente se volcó en el campo
de fútbol, acudieron más de quince mil personas, el público destrozó varias
puertas en su intento de entrar, fue un éxito impresionante”. Tony Rodri, que
así se llamaba su rival, le duró diecisiete segundos en pie y salió despedido
fuera del cuadrilátero. La pelea tuvo que repetirse para el magnífico
documental sobre Urtain que en 1969 rodó Manolo Summers, con la visión irónica
y punzante que tenía del mundo y del boxeo. A quienes no lo hayan visto,
intenten buscarlo: 'Urtain, el rey de la selva o así…'. Es un documento
excepcional como casi todo lo que hacía el genial director de cine. José Manuel
bromeaba al contar lo que ocurrió durante el rodaje. “Se puede decir que a Tony
Rodri le tumbé dos veces. Cuando Summers hizo la película no encontramos
imágenes del combate y lo preparamos todo para repetirlo. Pero las tomas salían
mal una y otra vez, estábamos desesperados y le pregunté a Manolo: ‘¿Y si le
pego de verdad?’. Él se encogió de hombros. Repetimos la escena y le solté un
derechazo terrible que no se esperaba y que le hizo salir disparado. Sus
representantes querían cobrar más porque el tortazo real no estaba en el acuerdo”.
Desde que Urtain empezó a derribar hombres los ojos de todo
el país se volvieron hacia él. Era un superhombre, un pegador con dinamita, sus
rivales se arrodillaban uno detrás de otro. Se produjo una hipnosis colectiva.
España descubrió a su nuevo ídolo, al más fuerte, el rey del K.O. Era uno de
los nuestros. Urtain despertó pasiones. Una parte de la tribu se rindió ante
él. Y otra empezó a gritar: “¡Tongo!, ¡tongo!”. Al clan no le importaba. Se
llenaban los recintos y se vendían las entradas a precios astronómicos. Urtain
generó ríos de dinero, una catarata de pesetas que inundó a sus mentores, se
vendían periódicos, muñequitos con su efigie, fue un negocio para todos.
Almazor elegía con cuidado a los rivales del héroe, camioneros de medio mundo,
boxeadores acabados, tipos que se asustaban con sólo ver los brazos del Tigre
de Cestona. El preparador sacó pesos pesados de debajo de las piedras a mayor
gloria del morrosko. El fenómeno creció y creció. Urtain ganó 27 combates
seguidos por K.O. Tenía partidarios incondicionales y detractores implacables.
Dividió al país, para unos era el rey del K.O y para otros una “coliflor de
Utrera”, que fue como le definió el excampeón Luis Folledo. En los 27 combates,
sólo pasó un momento de apuro, fue en Irún frente Macan Keita. José Manuel
estuvo tocado y entonces se apagaron las luces del Pabellón. Cuenta la leyenda
que alguien del clan se acercó a la esquina de Keita para aumentarle la bolsa
para que se tirase. Urtain me explicó así lo que sucedió aquel día: “En el segundo
asalto se debieron de fundir los plomos y se apagó la luz, pensé que habría
sido algún gracioso. Yo estaba tocado, porque me había alcanzado en la
mandíbula. Cuando se reanudó la pelea en vez de un negro comencé a ver dos. El
árbitro me gritaba ‘¡break!’ para que no me agarrase. Y yo me decía: si le
suelto, me caigo al suelo. Pero me recuperé. Me entró tal rabia que no paré
hasta que le derribé”. Un apagón oportuno. Entre escándalos y K.O.’s, Urtain se
colocó a las puertas del título de Europa.
CON RENZO CASADEI, BRAZO DERECHO DE VICENTE GIL, MÉDICO DE
FRANCO
José Manuel Ibar llegó al título de la mano de un zorro del
boxeo, el italiano Renzo Casadei, que había sido el brazo derecho en el boxeo
de Vicente Gil, el todopoderoso médico de Franco, gran aficionado al pugilismo,
que fue presidente de la
Federación Española y de la Unión Europea de
Boxeo. Urtain había roto con el clan tras el K.O. número 18. “La ambición de
ellos motivó la ruptura, yo era el que recibía los golpes. También me di cuenta
de que Almazor estaba capacitado para nadar en un ring con poca corriente, o en
un mar sin olas –me explicó Urtain–. Era un preparador para andar por casa,
pero yo necesitaba a alguien para moverse en el plano internacional”. Y ese era
Casadei, que entonces también dirigía al otro gran ídolo del boxeo español,
Pedro Carrasco. Pedro y José Manuel Ibar formaron durante un tiempo un pareja
inseparable. La trayectoria de Urtain rompe con el cliché de que era un hombre
simple al que todos engañaban. No era así. A José Manuel no se le engañaba tan
fácilmente, se dejaba manipular sólo si le interesaba. Su historia no es la de
Toro Moreno, el personaje de ‘Más dura será la caída’, la maravillosa novela de
Budd Schulberg llevada al cine por Mark Robson con Humprey Bogart en el papel
de Eddie, el periodista deportivo duro y corrupto que al final se apiada del
gigante. Ahí está reflejado Primo Carnera y no José Manuel Ibar, que siempre
supo con quien se jugaba los cuartos y eligió su rumbo cuando pudo. Por eso
rompió con el clan y por eso también se separó de Casadei después de conquistar
el Europeo, porque no le cuadraban las cuentas y él quería controlar el dinero
que generaba. “No fui un desagradecido con Renzo, le tengo bien pagado lo que
hizo por mí. Él recibió su parte y quizá más, yo vi algunas cosas que no me
gustaron y corté en seco”. Urtain acusaba a Casadei de recibir más dinero del
que le liquidaba como bolsa de sus combates. El italiano siempre lo negó.
En abril del 70 Urtain estaba en su cénit. Su duelo con
Peter Weiland, con el título de Europa en juego, paralizó al país. El alemán
provocó con sus declaraciones a los fans del morrosko. Era un tipo gordo y
calvo, que se presentó en Madrid con un peluquín y que tocó la fibra de quienes
tenían a Urtain por un ídolo invencible. “Las piedras que Urtain levanta yo se
las lanzo a los pajaritos. Le ganaré sin quitarme el bisoñé. Después del
combate me interesaré por su salud. Conservaré el título, conoceré España y
ganaré fácilmente la mayor bolsa de mi vida. Urtain es un fantoche”. Sus
declaraciones se consideraron un insulto nacional. Weiland cobró una bolsa de
tres millones y medio de pesetas, aunque hay quienes afirmaron que se llevó el
doble para dejarse el título en Madrid. En el boxeo los tongos tienen difícil
demostración. Weiland no tenía pinta de deportista, estaba fondón, con una
barriga de bebedor de cerveza que le delataba. Urtain le tumbó en el séptimo
asalto. Fue su mejor momento, estaba en las nubes, en el cielo de los
campeones. A partir de entonces llegaría la hora de la verdad. Urtain reinó
seis meses, desde abril hasta octubre de 1970. Hizo una defensa dramática del
título ante Jurgen Blin en la que quedaron de manifiesto sus limitaciones, ganó
por puntos después de quince asaltos en los que sufrió como no lo había hecho
nunca hasta entonces. Era el principio de la caída. En octubre Urtain se
encontró en Londres con Henry Cooper, un veterano de vuelta pero con una
técnica excelente, un boxeador de verdad. Cooper desenmascaró a Urtain. El
ídolo no tenía recursos, demasiado bisoño, sus piernas parecían de madera, a
medida que pasaban los asaltos se convirtió en un náufrago que buscaba
desesperadamente aire para sus pulmones, daba angustia verle sufrir. Toda la
parafernalia montada para apoyar a Urtain en Londres –el torero Andrés Vázquez
sacó la bandera española y Bobby Deglané lo narró para TVE– se vino abajo. La
txapela con la que iban a coronar al campeón tuvieron que ponérsela a Henry
Cooper.
La batalla de Londres marca el final del boom Urtain y el
principio de la decadencia. El fenómeno había sido tan grande, tan bien
llevado, que tardó años en desmontarse. El morrosko se instaló en Madrid cuando
comenzó su escalada en el boxeo, su primera mujer, Cecilia, se quedó en el
caserío con los tres hijos –José Manuel, María Jesús y Francisco– que tuvo con
ella, después se unió a María Luisa con la que tuvo otros dos, Vanessa y
Eduardo. Urtain fue un personaje excesivo, en el comer y en el beber, en el
sexo, en la vida, un superdotado físicamente que creía que su cuerpo podía
resistirlo todo. Madrid le cambió. Descubrió un mundo que desconocía, se dejó
mecer por el éxito y la inmensa popularidad que alcanzó. Quería pasarlo bien y
disfrutar de la vida. Llegó con una nariz afilada que se le fue aplastando con
los golpes que recibía. Fue perdiendo los músculos por su falta de afición al
entrenamiento y por la vida que llevaba. Urtain se hacía trampas a sí mismo, se
concentraba en Torrelodones o en Las Matas, pero casi todas las tardes se
escapaba a Madrid y regresaba de madrugada después de sus juergas. En el ring
sufrió y sufrió en casi todos sus combates desde el duelo con Cooper. Urtain se
entrenaba mal, pero se comportaba como un valiente en el ring, tenía un corazón
gigante y recibió algunas palizas tremendas. Yo recuerdo la que le propinó el
argentino Goyo Peralta o la que le dio Alfredo Evangelista ya al final de su
carrera, o el tremendo K.O. ante un boxeador menor, Alberto Lovell, en el Campo
del Gas. También le vi ganar otra vez el título de Europa frente a Jack Bodell
en 1972. Quizá fue el triunfo que más le alegró, porque ni él se lo esperaba.
Consiguió un K.O. espectacular y se reivindicó a sí mismo. “Esa victoria fue
limpia, clara y contundente y me causó una gran alegría porque las críticas
habían sido muy fuertes, demasiado duras”, me dijo.
Urtain se retiró en 1977, con un historial de 68 combates,
53 victorias, 11 derrotas y 4 nulos. Durante una temporada practicó la lucha
libre en un último intento de explotar su nombre. Las cosas empezaron a irle
mal. Estuvo de relaciones públicas en una discoteca en Burgos, probó en la
hostelería. Montó un restaurante con uno de sus hermanos en Castilleja de la Cuesta (Sevilla). No
funcionó. Allí empezaron sus problemas de salud, estuvo internado durante
veinte días en un hospital por problemas respiratorios. Se volvió a Madrid y
par ticipó como socio en un bar-restaurante situado en la misma calle en la que
vivía, Fermín Caballero. Las cosas le iban de mal en peor. Sufrió un accidente
automovilístico viajando de Sevilla a Madrid en 1989 y estuvo ingresado en La Paz. Tenía problemas en
una pierna, le hicieron un injerto porque había perdido masa, se quedó casi sin
voz durante unas semanas, al coche le dieron siniestro total. En La Paz le hice la última
entrevista, que se publicó en AS el 8 de septiembre de 1989. Estaba gordo, se
habían derretido los músculos con los que nos impresionaba cuando llegó a
Madrid. Aquel día le llevé desde el hospital hasta su casa en Fermín Caballero,
le dejé tomando un pacharán en un bar cercano después de una larga charla. Su
situación fue empeorando, un año antes de su suicidio se vio obligado a vender
a su socio su parte en el negocio. Le acusaban de no tomarse el trabajo en
serio, de beber demasiado y de no mirar el dinero. No supo salir del círculo
vicioso en el que se había metido. Yo hablé con él un mes antes de que se
tirara desde el balcón. Urtain me llamó por teléfono a la redacción de AS para
que intentara conseguirle una reunión con Enrique Sarasola, que entonces
llevaba la carrera de Poli Díaz y era un hombre poderoso con muchísimos
contactos. Pretendía que le ayudase. Necesitaba dinero. Intenté
infructuosamente montarle aquella reunión. No lo conseguí. Se le cerraron todas
las puertas. Estaba solo y arruinado cuando se lanzó al vacío.
Fue nuestro ídolo, el héroe de la tribu, despertó nuestros
instintos más atávicos porque era el más fuer te y parecía invencible, un
hombre bueno y excesivo, con defectos gigantes como sus músculos poderosos. No
merecía acabar así. Generó dinero en oleadas para todos los que le rodeaban y
nadie le echó la mano que necesitaba cuando el mundo que le adoró como a un
ídolo le volvió la espalda.