JULIO CÉSAR IGLESIAS
Marca.com
La llegada de Cassius Clay provocó en los niños de la época
un sentimiento ambivalente; le saludaron con la frescura que inspira la llegada
de lo nuevo y con el recelo que transmite un agitador. Tenía un rasgo común a
las estrellas genuinamente americanas: había ganado la medalla de oro en los
Juegos Olímpicos de Roma y, por un efecto secundario, había hecho el mejor
curso posible de formación profesional.
Entonces, su figura imponía poco respeto; ante sus más
célebres colegas del peso pesado, titanes de musculatura insolente, parecía una
obra inacabada. Ni conseguía llenar el uniforme con sus huesos de grulla, tibia
larga, clavícula saliente, hombro escueto, ni conseguía llenar el cuadrilátero
con las inquietas costuras de sus calzones. Al verle flotar sobre la lona, los
especialistas crédulos le buscaron algún pariente lejano en los anuarios del
pugilismo. Inicialmente pensaron en Sugar Ray Robinson, el showman que
modernizó la esgrima desde su pedestal del peso medio, pero descartaron la
candidatura por una razón definitiva: seguían considerándole un ejemplar único,
así que atribuirle parentescos implicaba el contrasentido de comparar a un
incomparable. Años antes, por cierto, también habían investigado la misteriosa
identidad del propio Sugar. ¿Era una simple metáfora del azúcar moreno? ¿Era
una columna de humo con guantes? ¿Era un artista de variedades huido al boxeo
por algún desengaño sentimental? O, analizando aquel bamboleo suyo que los
cronistas bautizaron como el paso del gato, ¿no era un felino que se
transformaba en gladiador con el tañido de la campana? Finalmente decidieron
proclamarle revolucionario y pionero. Si el pugilismo lograba sobrevivir hasta
el tercer milenio, sus grandes campeones serían como él.
Tras muchas idas y vueltas, sólo encontraron un abuelo para
Cassius: Gene Tunney, el inventor del juego de piernas. Había un lunar en su
carrera, el combate de la cuenta larga frente a Jack Dempsey, quizá el mayor
escándalo arbitral de la historia. El episodio forma parte de las antologías:
pega Dempsey, cae Tunney, el árbitro se desorienta, Dempsey no alcanza el
rincón neutral, el árbitro no actúa, Tunney no vuelve de las profundidades. Por
fin, demasiado tarde, uno, dos, tres, el árbitro entra en acción. Tunney
despierta, sacude la cabeza, baila y vence por puntos. Fue un papelón, pero
después de superar aquel incidente se había retirado invicto.
El primer rapero
Desde su presentación en sociedad, Cassius estableció las
dos bases de su estilo: prefería discutir a pelear, y llevaba el espectáculo
hasta las salas de prensa. Hizo además dos valiosas aportaciones musicales:
convirtió el juego de piernas en una variante de la danza clásica y se acreditó
como primer rapero del planeta. Dijo "Vuelo como una mariposa y pico como
una avispa" y, manos a la obra, predijo sus victorias en verso. Si las proporciones
de su métrica no eran muy ortodoxas, la exactitud de sus pronósticos era
irreprochable.
En el ringside, los escépticos le auguraron una vida corta.
Repasaron el ranking mundial, Jerry Quarry, Zora Folley, Karl Mildenberger,
Henry Cooper, George Chuvalo, Ringo Bonavena, Archie Moore, Cleveland Williams,
Floyd Patterson, Sonny Liston, y anunciaron que aquel teatrillo acabaría en
farsa. Estaban equivocados: Cassius ascendió por el top 10 como por una
escalera mecánica y se permitió todos los grados de superioridad comprendidos
entre la hegemonía y la tiranía. Deslumbrados por su velocidad, su flexibilidad
y su elegancia, los chiquillos le aceptaron como ídolo de los ídolos, se
agruparon ante los televisores, miraron al cielo y rezaron para que prolongase
su reino hasta el infinito.
De Cassius a Muhammad
Con ese afán apoyaron su cambio de nombre: alguien como
Cassius Clay debería llamarse como quisiera, de modo que, fieles a los deseos
de su modelo, en el futuro le conocerían como Muhammad Ali. Durante aquella campaña
sobrenatural salvó escollos tales como sus pleitos con la Comisión Atlética,
sus debates con la Secretaría de Defensa o sus diferencias con la Fiscalía
General. Sin embargo, vivieron con una insufrible ansiedad los días precedentes
a su pelea con un mito de los gimnasios: Cleveland Big Cat Williams.
En la distancia que marcaban los océanos, en Europa nos
impresionábamos con la resonancia de aquel nombre. Teníamos buenas razones para
temerlo: el Gran Gato nos conectaba con Sugar Robinson, defendía su leyenda de
mal enemigo entre los tipos más duros del cuadro, se paseaba por el ranking
como un tigre, y era un candidato permanente al título mundial. Por un instante
nos maliciamos lo peor.
De pronto llegó un despacho urgente y suspiramos de alivio:
Muhammad Ali le había noqueado en el tercer asalto. Con él llegó una fotografía
cenital que nos ofrecía el privilegio de contemplar la tragedia desde las
alturas. Aunque la firmó un hombre, sólo pudo hacerla Dios.
Los críticos admitieron a Cassius/Muhammad en el Salón de la
Fama, le otorgaron la herencia de Sugar, y decidieron proclamarle pionero y
revolucionario. Si el pugilismo lograba sobrevivir hasta el cuarto milenio, sus
grandes campeones serían como él.