FERNANDO CARREÑO
Marca.com
Hace unos 60 años o así un chaval parecido a José Luis
Ozores que pretendía colarse en el fútbol se vio envuelto en un jaleo en el que
acaba por los suelos todo un campeón de España de boxeo. Algunos listillos,
Tony Leblanc entre ellos, ven la ocasión de hacer dinero con él y le convierten
en estrella del pugilismo: nada menos que El Tigre de Chamberí. Algún tiempo
antes, en Nueva York, un inofensivo lechero (Danny Kaye) envía a rodar por los
suelos a un afamado púgil y sin comerlo ni beberlo acaba convertido en El
Asombro de Brooklyn y llenando pabellones de gente admirada con sus KOS al
ritmo del El Danubio Azul. Y esta
semana, como hemos visto, Conor McGregor y Floyd Mayweather se han reunido para
darse unos mamporros y repartirse algunos millones.
No me juzguen malhumorado moralista. No voy a decir que el
combate que hemos visto ha sido una patochada que no debería permitirse. No.
Dos personas que entienden mucho más que yo de este mundo de los deportes de
combate, mis compañeros Joel del Río y Emilio Marquiegui, han hablado de que
este duelo ha tenido más valores que los que podían esperarse a simple vista,
que un evento de este alcance siempre tiene su lado positivo y que los
competidores se lo tomaron con seriedad, ofreciendo un digno espectáculo
competitivo. Yo, simplemente, señalo que
este asunto de novedad tiene poco. Que, como nos ilustran las películas antes
citadas, se basa en el eterno deseo de la gente de ver lo nunca visto. Lo raro,
lo extraño, la Mujer Más Alta del Mundo, Conchita Wurst en Eurovisión o los
Hermanos Siameses que juegan al golf.
A Mayweather y a McGregor, y a sus equipos promocionales, yo
les alabo y les reconozco una cosa: que desde el primer momento haya quedado
claro que el objetivo de todo esto era el dinero. Que luego, a cambio del
dinero, han dado un espectáculo que se ha revelado aceptable. Y que no hayan
tirado por el lado de la realidad inventada del lechero luchador. Han hecho su
show, eso sí, pero siempre desde el tono histriónico, sin comparación con las
bravatas que se lanzaban Alí, Frazier o Foreman, o sin ir mucho más lejos, el
mismo 'Money' Mayweather y Pacquiao.
No creo que nadie (quizá alguien sí, hay gente pa tó) de
quienes pagaron las carísimas entradas o compraron el PPV esperaran ver lo
fundamental del deporte y de la competición: la posibilidad de una sorpresa.
Diría que la mayoría han ido -también por la tele- a ver eso: lo nunca visto,
de tal forma que sólo con comparecer en el ring el espectáculo quedaba agotado.
Luego, ya se vio: Mayweather acabó con el duelo cuando quiso.
No es ni bueno ni malo: es así. Todos corremos al cine a ver
a los dinosaurios o a Darth Vader. Sabemos que no son de verdad pero lo parecen
y que nos van a dar lo que queremos ver.
En cambio en el deporte siempre existe un componente de incertidumbre en
el mundo real y eso es lo que lo hace más atractivo. Aunque el que pierda sea
tu equipo, o tu preferido y te fastidie (por eso son tan dañinos el dopaje y
los amaños, que desvirtúan la realidad, y por eso en el fútbol, que tiene sus
propios códigos, no hay ni lo uno ni lo otro). En la medida que lo que veamos
sea lo que esperamos ver, el deporte será cada vez menos deporte y más
espectáculo.
Y no diré que sea ni bueno ni malo sino que simplemente será
otra cosa diferente. El mundo del espectáculo es atractivo, es respetable y
puede ser rentable. Pero es distinto al deporte aunque también este sea
espectáculo: cuanto más controles el entorno menos valor tiene el deporte por
muy atractivo o divertido que sea. Fíjense en el Pressing Catch.
En fin. En la medida que se quiera sacar partido del valor
económico del espectáculo unido al entorno deportivo -lo que supone
"controlarlo"- es muy posible que veamos más espectáculos de este
tipo o similares. Hace unos años el hijo de una folklórica probó por un equipo
de formación de un importantísimo club. El día de la prueba hubo muchísima más
prensa que la usual, y no precisamente deportiva. No pasó la criba, como tantos
otros -chocó con la realidad- pero a veces pienso que hoy se hubiera modificado
ese realidad para poder aprovechar su valor como espectáculo. Y él, o un chaval
como él, con apellido famoso, hubiera encontrado acomodo en ese o en otro equipo.
Con toda la gente que ve los programas de cotilleo, seguro que algún sponsor
hubiera caído.
En 1930 se veía correr al hombre contra el caballo. Ahora a
Phelps con el tiburón, a McGregor contra Mayweather o a aquel jugador de la NBA
jugando al golf. Y son noticia, como cuando Groucho hizo un hoyo en uno y fue
portada de periódicos. Queremos ver a la mujer barbuda, igual que nuestros
abuelos. Es un clásico.
Por cierto: por cada sopapo que recibió, McGregor se llevó
unos 149.000 euros. Eso sí que es cobrar.