viernes, 9 de septiembre de 2011

UN DÍA PARA EL RECUERDO... O EL OLVIDO



Hiram Martínez
ESPN.com

A las 7:00 de la mañana del 11 de septiembre de 2001, yo pensaba que tenía la gran noticia del día. A cuatro días de su combate frente a Bernard Hopkins, Félix Tito Trinidad hablaba por primera vez del asunto doméstico que enfrentaba desde el mes anterior y además de pedir perdón a su esposa y a la fanaticada, anunciaba que le dedicaba la pelea a ella y a sus hijas.
Yo había llegado la noche anterior y en el primer día de trabajo tenía esa 'bomba'. El fotógrafo Willín Rodríguez y yo nos habíamos levantado a las 4:30 de la mañana para cubrir el entrenamiento matutino de Trinidad y, con tiempo para hacer nuestros envíos, decidimos tomar una siesta. Después de todo, eran las 8:30, teníamos toda la mañana y parte de la tarde para hacer los envíos y ni siquiera el café que nos obsequió Tito sirvió para aliviar el sueño.
La llamada del jefe de fotografía del periódico El Vocero, Ranier Rentas, cambió todo. El sueño se esfumó y la mezcla de sentimientos confusos nos invadió al momento de encender el televisor. "Tiene que estar en las noticias", razonó Willín.
La imagen televisiva no solo confirmó lo que Ranier nos había dicho, sino que nos dejó saber que la pesadilla apenas comenzaba. Mientras comentábamos que no podía ser un avión pequeño, vimos el otro avión en el momento que choca con la segunda torre. "Esa es la repetición", pensé yo. Pero Willín observó que ahora las dos torres ardían en llamas. Nuestra única reacción fue: "tenemos que ir para allá". No tardamos mucho en salir, y no tardamos mucho en darnos cuenta que de pronto en Nueva York, la capital del transporte público, no había forma de moverse a menos que fuera a pie. Los taxistas no se detenían, el servicio de 'subways ' detuvo su marcha, al igual que los autobuses.
DE LA 34 A LA ZONA CERO
Iniciamos una interminable caminata en camino a la Zona Cero. El Hotel New Yorker queda en la 34 y octava, pero luego de una futil búsqueda de transportación, decidimos caminar hasta la 6ª Avenida, desde donde teníamos en vivo y a todo color el horrendo espectáculo que el mundo entero veía a través de sus pantallas.
Fue un camino de varias horas, en el que captamos -- a través del lente de Willín y de mi libreta de apuntes -- la histeria de los visitantes y residentes de Manhattan tras el primer ataque de guerra en una ciudad de Estados Unidos; la vuelta de los neoyorkinos a informarse por la radio de los automóviles detenidos y en todos los idiomas posibles, la indiferencia de una dama que paseaba su perro en medio de la confusión que siempre produce el ruido de las sirenas de ambulancias, carros de policías y de bomberos y hasta el despiste de un hombre en el mismo medio de la hecatombe.
Nueva York jamás volverá a ser el mismo para mí. Cada rincón que visito me recuerda un momento de aquel septiembre de 2001. Cada espacio me lleva al recorrido de historias que viví y de las que fui testigo durante esos 11 días posteriores al ataque.
"Qué estará pasando hoy en Manhattan, todo el mundo en la calle, corriendo de lado a lado", dijo un hombre mientras hacia fila en un supermercado donde paramos a comprar agua.
"Señor, hemos sido atacados. Nueva York ha sido atacado y tumbaron las torres gemelas", le respondió con un dejo de drama la cajera, tras lo cual el hombre salió boquiabierto del supermercado al enterarse de la tragedia.
En la misma calle, y de camino al bajo Manhattan, supimos que se rumoraba que el ataque había sido perpetrado por el grupo Al Qaeda. Antes de esa versión, yo pensaba en un nuevo Timothy McVeigh, sentado tranquilamente en algún techo contemplando su obra. Pensaba también cuanta gente estaba en el edificio, cuantos puertorriqueños trabajaban allí. Cuantos padres de familia llegaron pensando en un día más de trabajo o como decía un viejo compañero "un día menos para el retiro".

LA SECUELA DEL DESASTRE
Willín y miles de fotógrafos captaron la caída de las torres desde distintos puntos de la ciudad. Todavía cierro los ojos y las veo caer. Pero lo más duro, lo más dramático, lo más triste, vino en los días posteriores.
Padres y madres en busca de sus hijos; hijos y sobrinos en busca de sus tíos; compañeros de trabajo esperando encontrarse; relatos de encuentros, de búsquedas, vigilias por los fallecidos, todo eso formó parte de mi rutina diaria de trabajo después del fatídico día.
Las calles de Nueva York se llenaron de pasquines con fotos de desaparecidos tras el acto terrorista. Fotos de mujeres en el día de su graduación, de hombres en el día de su boda, de bomberos y policías en el día en que juraron proteger la ciudad, imágenes de gente en los mejores momentos de alegría de sus vidas, que sus familiares colocaban ahogados en la pena y con la desesperanza de no encontrar a sus seres queridos. Eran las fotos de sus mejores álbumes de recuerdos.
No fue hasta varios días después del ataque que caí en cuenta de lo duro que resultaba lo que estaba haciendo. Mientras esperaba en el Hospital Bellevue, comencé a mirar una pared con esas fotos, en busca de nombres que pudieran ser de puertorriqueños. La idea era anotar los números para que mis compañeros en Puerto Rico establecieran los contactos. Mientras avanzaba en el dictado de los nombres, mi voz comenzó a entrecortarse hasta el punto en que el taco en la garganta me impedía hablar y hasta respirar. Interrumpí la llamada, tomé una larga pausa, respiré hondo y volví a llamar.
Otra visita que nos conmovió fue la que hicimos a un centro de apoyo en la 106 y Lexington. Un grupo de voluntarias del centro daban apoyo a familiares de víctimas a pesar de que estas habían sido golpeadas por la tragedia: el esposo de una de las supervisoras, el bombero Benito Valentín, era uno de los bomberos encontrados muerto el mismo día 11. Por tanto, mientras necesitaban consuelo, se lo daban a otros.
A pocos días de marcharme, dos instantes me tocaron el alma como pocos. Cuando los familiares de las víctimas veían a alguien con credencial de prensa, se acercaban para darles copias de los pasquines y las fotos que pegaban por toda la ciudad. Recuerdo el de Anthony Rodríguez, un aspirante a bombero que acababa de terminar su turno, pero volvió a su estación ante la emergencia. La hija de Anthony estaba a punto de nacer, pero este jamás regresó para verla. Mientras esperaban, llamaron a la niña Hope (Esperanza). Cuando terminó la búsqueda, le cambiaron el nombre a Morgan.
El otro lo compartí con los rescatistas que vinieron de Puerto Rico a ayudar con los trabajos de búsqueda de sobrevivientes y cadáveres. A su llegada al Jacob Javits Convention Center, donde se hospedaban, fueron informados de que Dennis Mojica, un teniente del Departamento de Bomberos de Nueva York que aprovechaba su tiempo libre para capacitar bomberos boricuas, era una de las primeras víctimas.
Mojica, experto en rescates en edificios a punto de colapsar y jefe de la compañía de rescate número 1, había pasado varios días en la Isla colaborando en las tareas de rescate en un edificio que explotó en Río Piedras en 1996. De ahí, estableció una gran amistad con los colegas boricuas. Fui testigo de ese encuentro entre bomberos boricuas y puertorriqueños que jamás se habían visto, y del homenaje improvisado que le hicieron a su querido compañero.
"Para un bombero, morir en la escena es una cuestión de honor", dijo Hay Leddy. "¿Y la pelea, qué?" ¿Qué pasó con la pelea de Trinidad que fui a cubrir? La noticia del asunto doméstico pasó a un cuarto plano. El combate se suspendió para el día 29 y había poco que escribir de el, con todo lo que había pasado. Trinidad y su grupo de trabajo permanecieron en el hotel Doubletree, en pleno Times Square, una de las áreas a las que la gente iba en búsqueda desesperada de sus familiares. Hopkins se marchó en automóvil a Filadelfia tan pronto se anunció la posposición del combate.
Trinidad perdió la pelea por nocaut en el undécimo asalto. De vuelta a la Isla unos días antes, ví la pelea por televisión. En otra ocasión, hubiese pensado que ese era un momento triste para todos los puertorriqueños. Pero desde otra perspectiva, con cientos de boricuas muertos y heridos el 11 de septiembre, esto fue sólo una pelea de boxeo.
Al regreso, y al reencontrarme con mi familia, pasé varias semanas con una sensación de luto, como cuando uno pierde a un familiar. Al anunciarse la operación armada en Afganistán, pensé en toda la gente que murió, pero también en otros inocentes que van a morir como consecuencia indirecta de la caída de las torres gemelas. La misma situación que viví en Nueva York de seguro es la misma que se repite con los familiares de víctimas inocentes en Afganistán, Irak y dondequiera que hay una guerra. Ya lo había vivido.
Nueva York jamás volverá a ser el mismo para mí. Cada rincón que visito me recuerda un momento de aquel septiembre de 2001. Cada espacio me lleva al recorrido de historias que viví y de las que fui testigo durante esos 11 días posteriores al ataque.