domingo, 4 de enero de 2009

"UN SUEÑO AMERICANO"


Fue uno de los pugilistas más importantes en la historia del boxeo. El muchacho del Este de Los Angeles es ya un hombre maduro que reflexiona sobre su vida en el flamante Un sueño americano, una conmovedora autobiografía sobre cómo alcanzó el éxito. Hijo de padres mexicanos, “El chico de oro” ha derrotado a más de una docena de campeones mundiales, ganado diez títulos mundiales y una medalla de oro Olímpica. Junto a Steve Springer, De La Hoya revela detalles de su vida personal y profesional –su alcance a la cima, las dificultades del estrellato en una cultura obsesionada con las celebridades, el dolor que sintió al morir su madre de cáncer– y presenta un punto de vista muy personal de lo que significa ser norteamericano.

Salieron de las sombras el día que me colgué la medalla de oro al cuello y nunca me abandonaron. Además de las sanguijuelas, los falsos promotores, los managers y los entrenadores, estaban los parásitos financieros, quienes también querían una parte de Oscar De La Hoya. Mientras que mis fanáticos se conformaban con ver o tocar la preciada medalla de oro que había ganado en los Juegos Olímpicos, los parásitos querían adueñarse del Chico de Oro.

Me prometían a mí y a mi familia riquezas que, en comparación, hacían parecer deslucida la medalla de oro. Así como la gente del mundo del boxeo quería dirigir mi carrera en el cuadrilátero, había abogados, agentes, contadores y encantadores de serpientes que querían llevarme a la cima del mundo financiero. Ellos me mostraban fajos de dinero, me ofrecían contratos, autos y un sinnúmero de garantías si firmaba con ellos.

Los buitres habían estado merodeando desde mucho antes de mi participación en Barcelona, pero había podido espantarlos con la ayuda de mi familia, diciéndoles que ya habría tiempo para sacar partido de mis logros cuando regresara triunfante de los Juegos Olímpicos.

Y ese momento había llegado. El momento de hacerme profesional, de invertir mi fe y mi fortuna potencial en alguien que pudiera guiarme por ese camino traicionero del boxeo y me ayudara a enfrentar a las aves de rapiña y a los farsantes; alguien motivado por algo más que la codicia, que se preocupara genuinamente por mis intereses. Recibí llamadas de muchos interesados y algunos tocaron a mi puerta. La frase típica era “¿No tienes agente? Yo soy el indicado. Déjame contarte lo que puedo hacer por ti”. Una vez hasta llegó un tipo a mi casa que quería vender camisetas estampadas con mi rostro.

Todo eso era muy confuso para una humilde familia del Este de Los Angeles como la nuestra. ¿A quién debíamos elegir? ¿En quién debíamos confiar? Conocía todas las historias terroríficas: había leído sobre Joe Louis, uno de los más grandes boxeadores de todos los tiempos, quien terminó como portero en el Caesars Palace. Sabía que la mayoría de los boxeadores despilfarraban el dinero, invertían en los negocios equivocados, escuchaban a los asesores equivocados, salían con la gente equivocada o se casaban con las mujeres equivocadas.

Yo estaba decidido a ser diferente. Y me equivoqué. Elegí a Mike Hernández, dueño de una agencia de autos, como mi asesor financiero. Mucha gente desaprobó mi decisión. Desafortunadamente, sus reservas no me preocuparon. Yo tenía diecinueve años y era demasiado ingenuo e ignorante en cuanto a las finanzas como para prestarles atención a quienes cuestionaron mi elección. Conocí a Hernández poco después de ganar la medalla olímpica, pues las ofertas me llovían. Me hicieron una propuesta muy buena que inmediatamente atrajo mi atención: Chevrolet quería darme un Corvette púrpura. ¡Magnífico! ¿En dónde firmo?, pensé. Me dieron el nombre de Mike Hernández. Fui a su concesionario, Camino Real Chevrolet, en Monterey Park, y además del auto también me dio un sermón sobre todo lo que podía hacer por mí, la imagen financiera tan prometedora que yo tenía, y cómo él podía hacerla más grande y deslumbrante que la de cualquier otra persona.

Hernández era inteligente. Cuando clavó sus garras en mí, su próxima movida fue aferrarse con fuerza, sin importar ninguna otra persona que tratara de tentarme con otra oferta. Y, ¿quién era la persona más cercana a Oscar? Obviamente, mi padre. ¿Les suena familiar? Esa fue la misma estrategia que emplearon mis managers anteriores, Mittleman y Nelson. Hernández se le presentó a mi padre y se hicieron amigos. Estaba decidido a acercársele, pues pensaba que así también estaría cerca de mí.

No puedo culpar a mi padre. Hernández y yo también éramos amigos y durante mucho tiempo tuvimos una buena relación. Cuando comencé a ganar dinero, me dijo “Mira, tienes que empezar a cuidar tu dinero, debes invertirlo. Yo te voy a crear una corporación”. Para darles una idea de cuán poco sabía yo sobre finanzas, lo que pensé en ese momento fue “Vaya, éste es mi salvador. Mira el magnífico negocio que tiene, vende autos. Es increíble, éste es mi pasaporte a la fortuna. Va a cuidar de mí y voy a vivir feliz por siempre”. Esa fue mi manera de pensar durante varios años.

Y, ¿qué hacía él con mi dinero? Lo guardaba en el banco, en donde ganaba un interés del 4%. Habría sido igual guardarlo debajo de la almohada. No puedo decir que Hernández haya incumplido alguna promesa sobre la expansión de mis ingresos porque nunca me prometió nada en concreto. Yo no estaba preocupado. Me estaba divirtiendo, hacía lo mío y disfrutaba de la buena vida. Me conformaba con entrenar y pelear, y confiaba en que Hernández cuidaría de mis intereses.

Ni siquiera pregunté cuánto dinero tenía, ni en qué lo invertían, y tampoco lo hacía ninguno de los que me rodeaban, a excepción de Hernández y de mi promotor Bob Arum. Cuando me preguntaban en qué había invertido mi dinero, señalaba mi casa, exhibía mis joyas, aceleraba el motor de mi convertible Corvette púrpura o mencionaba mi membresía en el Whittier country club.

¿Era miope? Sin duda alguna. ¿Era uno más entre los boxeadores? Por supuesto. Cuando una pelea terminaba y me entregaban el cheque, Hernández lo tomaba. Yo ni siquiera me enteraba en qué banco lo depositaba. ¿Qué pasaba cuando necesitaba efectivo? Supongamos que quería ir a Cabo San Lucas a pasar el fin de semana y llevar 10 mil dólares. Se lo decía a Hernández y él me esperaba en la agencia con el dinero, usualmente en efectivo. Cuando yo llegaba, abrían la caja registradora, sacaban 10 mil dólares y me los entregaban, algunas veces dentro de un sobre, otras no. Si deseaba regresar la próxima semana, seguía exactamente el mismo procedimiento: iba a Camino Real Chevrolet y recogía mi dinero.

Una vez le dije a Hernández que quería comprar un Bentley, y resultó ser uno de los más costosos que se hayan fabricado. Me dijo que lo había comprado por intermedio de su compañía, pero yo terminé pagando más de lo que habría pagado si lo hubiera comprado en una exhibición de autos. Fue allí cuando empecé a sentir que algo no andaba bien. Un ejemplo más: le compré un condominio en Cabo San Lucas a un buen amigo de Hernández, y cuando decidí venderlo, resultó que valía mucho menos de lo que yo había pagado por él.

Hernández me consiguió una sola inversión: su agencia de autos. Me aseguró que el negocio de los repuestos producía mucho dinero, que debía invertir 2.2 millones de dólares y que iba a hacer una fortuna. Cuando firmé un cheque por esa cantidad, me dijo con una gran sonrisa en el rostro “Magnífica inversión. Magnífica inversión”. Otra cosa que no me olió nada bien fue un comentario que Hernández me hizo después de una de mis peleas: “Ahora vales lo mismo que yo”. Había acabado de ganar varios millones de dólares, estaba llenando estadios, vendía muchísimas suscripciones por televisión y ¿valía lo mismo que el dueño de una agencia de autos? Algo no andaba bien.

Además, estaba lo de mi oficina en la agencia de Hernández, por la que debía pagar una renta. Posteriormente supe que me estaban cobrando miles de dólares más de lo que yo cobro por una oficina en el edificio que tengo en un sector exclusivo del centro de Los Angeles. Hernández parecía poco hábil cuando intentaba generarme ingresos por fuera de su mundo. Yo había promocionado un aviso de Budweiser en mis shorts desde la primera vez que subí al cuadrilátero como profesional. Budweiser quiso renovar el contrato y me ofrecieron 250 mil dólares al año por hacer algunas apariciones públicas y llevar su aviso en mis shorts. Como parte del acuerdo, Budweiser seguiría promocionando mi imagen en los anuncios del Super Bowl, la mejor publicidad posible para un atleta.

El acuerdo se cayó por la insistencia de Hernández de que eso valía un millón de dólares y no sería posible llegar a un acuerdo por menos. Todos estos incidentes se fueron acumulando, pero supongo que en cuestiones de dinero soy un poco lento. Entendí que tampoco podía confiar en que Hernández me representara mejor en mi carrera boxística de lo que podía hacerlo con mis finanzas. Hernández no pertenecía al mundo del boxeo. Arum iba a verlo y le decía “Esto es lo que voy a pagarle a Oscar”. Hernández, que no tenía la experiencia ni el conocimiento necesario para objetar esa oferta, se limitaba a decirme “Sí, tómalo”.

Un ejemplo patético de esto fue mi pelea contra Tito Trinidad en 1999. Dejé de ganar toneladas de dinero por, en mi opinión, no tener una buena representación. Esa pelea fue vista en 1,4 millones de hogares, y aunque no era un experto en el negocio del pay-per-view, empecé a hacer cuentas. Sé que Arum dice que se arriesgó y fue recompensado por ello, pero una pelea como ésa tenía muy pocos riesgos.

Arum y Hernández eran muy cercanos. Nunca parecían tener problemas, pero yo me sentía marginado. Hernández controlaba a mi padre y ambos creían que él me controlaba a mí. Lo único que Arum me decía sobre Hernández era “Es un gran tipo. Tienes un respaldo maravilloso en él”. No estoy insinuando que Arum me haya robado, simplemente que no había nadie con la experiencia y el conocimiento necesarios para que yo tuviera mejores negocios.

No discutí sobre esta situación con mi padre ni con mi hermano. Nadie sabía de mi preocupación, todo lo mantuve en secreto. Además, mi padre no tenía de qué quejarse. Le iba muy bien. Obtenía el 10% de mis ganancias, recibía su cheque y podía hacer lo que quisiera con él. Tenía gente que le administraba su dinero. ¿Qué ganaba Hernández por representarme? Me aseguraba que sólo quería un dólar al año y nada más.

De nuevo, no lo cuestioné. Creía que era un tipo genuinamente bueno y un poderoso hombre de negocios. Lo veía de esa manera porque tenía un enorme lote lleno de autos. Pero finalmente, el incidente con el Bentley, el condominio y la renta escandalosa llenaron la copa. Por fin adquirí un poco de madurez y sabiduría. Un día desperté y me di cuenta de que ésa no era la dirección en la cual quería ir.

Comprendí que noquear rivales no me daría una seguridad financiera a largo plazo. ¿Por qué mi fortuna no crecía en la misma proporción que lo hacían las ganancias de mis peleas? Sé que era un muchacho del Este de Los Angeles con una educación escasa, pero eso no significaba que fuera a permitir que siempre se aprovecharan de mí.

Necesitaba a alguien que pudiera responder honestamente las preguntas que tenía sobre mi futuro financiero y sentía que Hernández ya no era esa persona. Estaba sentado en mi apartamento de Whittier cuando tomé una decisión definitiva. Llamé a Raúl Jaimes, mi mano derecha y uno de mis mejores amigos, y le pedí que viniera. Era el momento de actuar. Cuando llegó, vio la determinación dibujada en mi rostro. Le dije “Ya ha sido suficiente, Raúl. Vamos a Camino Real Chevrolet y deshagámonos de Mike Hernández y de todos los demás. No puedo desarrollar todo mi potencial al lado de un vendedor de autos. Estoy ganando mucho dinero y Mike no sabe qué hacer con él. No voy a crecer así”.

Raúl estaba nervioso y asustado. “¿Qué te pasa?” dijo. “No puedes hacer eso”. Yo no cedí. “No”, le respondí, “lo haré. Esto es lo que debo hacer”. Antes de decirle a Mike que iba a cortar el cordón umbilical, quería comunicárselo a las personas más cercanas a mí. Así que esa noche organicé una reunión en un restaurante que en esa época era propiedad de mi entrenador Robert Alcázar. Obviamente Robert estaba allí junto con mi padre, mi hermano y Raúl. Bebimos algunas copas para ablandar a mi padre. Luego se lo dije “No trabajaré más con Mike Hernández”. “¡¿Qué?!” exclamó mi padre sin poder creerlo. “No puedes hacer eso, vas a arruinar tu vida. Mira lo que está haciendo por ti. Mira lo que está haciendo por nosotros. Es un buen hombre. Es el hombre más inteligente que existe”.

La calma que le había producido el licor se disipó por completo. Miré a mi hermano, se veía preocupado. “¿A quién vas a conseguir?” preguntó. “¿Qué va a pasar ahora?” “Ya pensaré en algo”, respondí, animado por una confianza que recién había descubierto en mí. “No lo quiero más a mi lado. No estoy satisfecho con él. Sé que puede irme mucho mejor”. Mi hermano y Robert empezaron a lloriquear. Después de un rato, todos se dieron cuenta de que yo estaba realmente decidido a hacerlo. Se quedaron petrificados, especialmente mi padre. “Miren”, les dije, “Me la voy a jugar toda. O se unen a mí o se quedan en el camino y me ven volar”. Nadie dijo nada.

Terminamos la reunión y acordamos que todos hablaríamos juntos con Hernández al día siguiente. Esa mañana, Raúl y yo nos preparamos para ir a la agencia de autos. Raúl llamó a mi padre, a mi hermano y a Robert. Nadie contestó el teléfono. Estábamos solos en esto. Cuando llegamos a la agencia, subimos a la oficina del segundo piso. Hernández vio a Raúl y le dijo “Sal de aquí, no te quiero en mi oficina. Necesito hablar a solas con Oscar”. Asentí y le dije a Raúl “Espérame abajo, estaré bien”. Me dejé de sutilezas con Hernández “Voy a hacer las cosas a mi manera”. Creo que al principio no entendió. Se limitó a decir “Está bien; lo discutiremos”.

“No” le dije, “estoy hablando en serio. Esto se terminó”. Luego comprendió. Durante una hora intentó hacerme cambiar de parecer. “Tenemos grandes planes”, me aseguró. “Estás cometiendo un grave error. Tienes toda una carrera por delante. Bob Arum va a explotarte. Soy yo quien te está cuidando”. No logró convencerme; quería que saliera de mi vida. No quiero que me malinterpreten: yo tenía dinero cuando dejé de trabajar con Hernández en 1999, aunque mucho menos de lo que pensaba. Mike terminó demandándome y yo le hice una contrademanda.

Volvimos a estar juntos en la misma habitación, esta vez para rendir testimonio, al lado de Raúl, la novia de Hernández y los abogados.

Luego de una larga sesión en la mañana, hubo un receso a la hora del almuerzo. Fui a un bar que había en la esquina para tomarme un café. Raúl permaneció en la mesa y Hernández lo confrontó. “¿Qué diablos estás haciendo con la vida de Oscar?” le preguntó. Yo los miré y noté que Raúl estaba asustado, pues siempre se había sentido amenazado por Hernández, quien no sabía que yo había escuchado la conversación hasta que me paré frente a él. “¿De qué estás hablando?” le pregunté. “Mi vida es perfecta”. “Oscar, ¿realmente eres feliz? Mira el lío en el que estás metido, la forma en que va tu carrera”, dijo, refiriéndose a mi polémica derrota con Félix Trinidad. “Todo eso está sucediendo porque estás tomando las decisiones equivocadas”.

“Soy feliz”, repliqué. “Dejar de trabajar contigo fue quizá la mejor decisión que he tomado en mi vida”. La frustración era palpable en su rostro, había cambiado de color. Al ver que no iba a llegar a ningún lado conmigo, enfocó su furia en Raúl. Me paré entre los dos y le dije a Hernández que dejara el pleito a un lado. Me sentí bien al oponer resistencia después de todos esos años en los cuales acepté con resignación todo lo que Hernández proponía.

Mike retrocedió de inmediato, incapaz de mirarme siquiera a los ojos. No estaba habituado a verme actuar así. Probablemente creyó que podría recuperarme esa mañana en la audiencia, pero creo que en ese momento supo que me había perdido para siempre. “No hagas esto”, dijo con voz suave. “No tenemos que terminar así”. “Voy a defenderme por mí mismo”, respondí. “Ya no soy un niño”.

Y ahí terminó todo. Llegamos a un acuerdo y Mike Hernández salió definitivamente de mi vida.