domingo, 5 de junio de 2016

MUHAMMAD ALI, EN EL RING DE LA INMORTALIDAD

MIGUEL ÁNGEL BARROSO
ABC.es

Mohamed Alí ya está sentado en la banqueta de la inmortalidad junto a púgiles como Joe Louis, Sugar Ray Robinson o «Smokin» Joe Frazier, con el que protagonizó algunos de los combates de un siglo que, según se aleja en el tiempo, va alimentando nuestro sentimiento de orfandad. Alí trascendió el ámbito deportivo como otros lo hicieron con el político, el cinematográfico o el musical (Kennedy, Marilyn Monroe, Elvis Presley, los Beatles...) para convertirse en un icono de la cultura pop, un póster en la habitación de muchos jóvenes de las décadas de 1960 y 1970, una deidad laica. Y sin ayuda de las redes sociales ni demás herramientas de la posmodernidad. El «bocazas» para sus críticos, «el más grande» para una legión de seguidores encabezada por él mismo, cayó finalmente a la lona después de resistir contra las cuerdas el asedio de un rival formidable, el párkinson, que le golpeó durante más de treinta años. Falleció el viernes por la noche en un hospital de Phoenix (Arizona), donde se encontraba ingresado desde el día anterior por problemas respiratorios, según confirmó el portavoz de la familia, Bob Gunnell, a la cadena NBC. Tenía 74 años.
Nacido para ganar
En sus últimas apariciones públicas, casi siempre en cenas benéficas destinadas a recaudar fondos para obras de caridad o para su fundación contra el párkinson, la enfermedad con la que fue diagnosticado en 1984 a los tres años de colgar los guantes, llegaba acompañado por su esposa, Lonnie, y balbuceaba palabras de agradecimiento a los invitados (algunos de los cuales pagaban mil dólares por el cubierto). Un exboxeador sonado, de mirada perdida y movimientos torpes, tan humanamente distante de aquel deportista de ego superlativo que proclamaba a los cuatro vientos «soy joven, hermoso, rápido y nadie me puede vencer» con el que retaba a sus rivales.
Nacido el 17 de enero de 1942 en Louisville (Kentucky, Estados Unidos) en el seno de una familia de clase media, crecido en una sociedad enferma de racismo, Cassius Marcellus Clay era un mal estudiante que pensó que el boxeo era una forma razonable de ganarse la vida, ya que el baloncesto estaba fuera de su alcance al ser la Universidad la vía natural de acceso a las canchas de élite. Empezó a entrenarse a los 12 años y acabó graduándose gracias a que al director de su instituto le conmovió su disciplina atlética.
Oro olímpico
A los 18 años ganó una medalla de oro en los Juegos de Roma de 1960. El título olímpico (venció en la final de los pesos semipesados al polaco Zbigniew Pietrzykowski) coincidió con una época convulsa en Estados Unidos debido a las revueltas protagonizadas por los ciudadanos afroamericanos. Kentucky se regía por un sistema decimonónico que imponía la segregación racial y que se mantuvo vigente en algunos territorios del país hasta mediados de los 70. Alí convirtió la lucha por los derechos civiles de los negros en una de sus banderas. «No puedo hablar el inglés perfecto de los blancos, pero tengo sabiduría», fue una de sus frases más recordadas. También dijo: «Soy América. La parte que no van a reconocer. Pero acostumbraos a mí. Negro, confiado, chulo. A mi nombre, no el suyo; a mi religión, no la suya; a mis metas, no las suyas... Acostumbraos a mí». El púgil estuvo más cerca del activismo extremo de Malcolm X que del más mesurado de Martin Luther King.
La verborrea torrencial fue indiscutiblemente una de sus armas. «La gente no soporta a los bocazas, pero siempre los escucha», dijo el gigantón antes de tumbar en 1964 a Sonny Liston, el sobrio y demoledor campeón del mundo de los pesos pesados. Liston le consideraba un «charlatán sin pegada» al que iba a destrozar sin compasión en el ring. Alí no se sintió ofendido por ello, prefería potenciar esa imagen de bocazas en vez de desmentirla. «Conseguí que Liston pensara exactamente lo que quería, que yo no era más que un payaso. No quería que nadie pensara otra cosa de mí», aseguró Alí después del combate.
Nadie daba un centavo por aquel joven cuyo estilo, según definición propia, consistía en «float like a butterfly, sting like a bee» («flotar como una mariposa, picar como una abeja»). Bailando alrededor de Liston, le golpeó constantemente hasta que, en el séptimo asalto, el campeón no pudo resistir más picotazos de abeja. El derrotado se mostró sorprendido: «Ese no era el tipo contra quien tenía que pelear, ese tipo pegaba», señaló.
Conversión al islam
Cassius Clay se rebautizó como Mohamed Alí por su conversión a los musulmanes negros («Cassius Clay era el nombre del negrero», se justificó). Ingresó en las filas de la llamada Nación del Islam, un grupo extremista religioso que defendía la supremacía de la raza negra sobre la blanca. Un año después ganó también la revancha a Liston en el primer asalto con un golpe invisible, la célebre «mano fantasma». En un combate celebrado en Lewiston (Maine), derribó a su oponente con un golpe casi imperceptible, un precedente de la «mano de Dios» maradoniana. Algunos medios acusaron al aspirante de haber amañado la pelea a instancias de la mafia, aunque nunca se demostró.
Hace un lustro se despidió de uno de sus adversarios más memorables, «Smokin» Joe Frazier, que acabó consumido por un cáncer de hígado. Alí fue desposeído del título por su negativa a acudir a la guerra de Vietnam («Odio la guerra, odio los ejércitos: en esta vida solo amo combatir. No tengo ningún problema con el Vietcong»), y cuando recuperó la licencia Frazier se interponía en su camino. Joe le propinó la primera derrota.
Gigantescos rivales
Aquella histórica portada de la revista «Life», con foto de Frank Sinatra y monumental crónica en las páginas interiores de Norman Mailer fue un fogonazo de un terrible gancho de izquierda sobre el mentón de Alí, un instante fugaz, el 8 de marzo de 1971, en el Madison Square Garden de Nueva York, que resumía la vida de dos leyendas muy diferentes. Frazier, el «Tío Tom» (así le denominó su contrincante, y nunca se lo perdonó), la América heredera de Steinbeck, contra Alí, el provocador amante de los focos y de las cámaras. La Pelea, se la llamó, así, con mayúsculas. «Si Joe Frazier se hubiese enfrentado a King Kong, lo habría noqueado esa noche», dijo un amigo de ambos. La infinita rabia de los pobres.
En realidad, aquel «combate del siglo» fue el aperitivo de otros «combates del siglo». Siempre ha sido así en el boxeo, el deporte cuyas previas provocan pasiones incontrolables. El prolegómeno del «Rumble in the Jungle», la mítica victoria de Alí en 1974, en Kinshasa (Zaire, actual República Democrática del Congo), ante George Foreman, que había destrozado a Frazier en un par de asaltos. Don King labró en esa velada su leyenda de promotor de boxeo. La prensa pronosticó el fin de Alí, pero nuevamente se equivocó. Con su táctica «rope a dope», apoyándose en las cuerdas para contragolpear, acabaría noqueando a Foreman en el octavo asalto. «Les dije a todos mis críticos que soy el mejor de la historia. Nunca esperen que pierda hasta que tenga unos 50 años».
El boxeo tras el mito
Luego renovaría el título ante Joe Frazier en la pelea que pasó a los anales como «The Thrilla in Manila», la tercera y última vez que los viejos enemigos cruzaron sus guantes. Se celebró en Filipinas el 1 de octubre de 1975. Un maratón brutal de golpes a 40 grados de temperatura que llegó hasta el último asalto, donde Alí venció por K.O. técnico.
Hubo muchas más veladas, pero ninguna como aquellas. Se retiró en 1981 con un balance de 56 victorias (37 por K.O.) y 5 derrotas. En 1984, el doctor alemán Martin Ecker le diagnosticó el párkinson. «Creo que Alí no ha heredado la enfermedad, sino que puede tener su origen en los golpes recibidos en la cabeza», declaró Ecker. El campeón nunca se rindió. Participó en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996 portando la antorcha olímpica en el relevo final, encendiendo el pebetero que daba inicio a la gran fiesta del deporte.
Y continuó adelante en su labor de apoyo a los más desfavorecidos, dando contenido a su lema: «No cuentes los días, haz que los días cuenten». Desaparece en una época en la que el boxeo es una máquina registradora a lomos del pay-per-view, y un tipo como Floyd Mayweather, que ha establecido registros increíbles en cuanto a ganancias por la bolsa de los combates, reclama el título de TBE (The Best Ever) por encima de Sugar Ray Robinson, Mohamed Alí, Joe Louis y Roberto Durán. Se va en vísperas de unos Juegos, los de Río de Janeiro, en los que los profesionales del boxeo podrán luchar por las medallas, una decisión polémica para la que, sin duda, habría encontrado una frase ocurrente.

LOS NIÑOS QUERÍAMOS SER NEGROS

RAY LORIGA
El País.com

Me despertó mi padre a escondidas y la vimos juntos, a las tantas y susurrando. 18 de marzo de 1977. Nosotros íbamos con el uruguayo ya nacionalizado español, Don Alfredo Evangelista. No ganó el nuestro, pero aguantó los 15 asaltos, que era como se peleaba entonces. Ganó el otro, el negro, Mohamed Ali. En realidad, ganamos todos. El uruguayo, el negro, mi padre y yo. Qué bonito combate.
Soy un crío de los sesenta, y en aquella época, todos los niños queríamos ser negros. No solo era el mejor, era el más guapo y el más listo y el más noble y el más valiente. Gracias a Benjamín Prado, que me regaló la ficha de la pelea sacada del archivo del extinto Diario 16, les puedo dar a ustedes hasta el pesaje exacto de esa velada. Ali 224 libras, Evangelista 210 libras. Les puedo dar también envergadura, pecho y contorno de puño, pero a la gloria no se la aburre ni distrae con datos. Todavía ganó dos veces, y perdió otras tres, con gente grande como Leon Spinks y Larry Holmes, y dijo adiós con derrota contra Trevor Berbick. Pero ya daba lo mismo, ya éramos Ali desde hacia mucho tiempo.
Como la suerte es justa muy pocas veces, pero a veces lo es, terminé por conocer a Evangelista y pasamos una noche muy larga charlando de nuestras cosas, es decir, de las suyas. No me pregunten por qué pero allí estaban también Ángel Cristo, el de los leones, y un buen amigo, Joaquín Sabina, que era el que nos había juntado a todos. Por eso y no por otra cosa, me atrevo a escribir estas líneas desde el dolor, pues nadie conoce lo que duelen los puños si no ha puesto detrás la cara.
Le pregunté a Evangelista cómo fue que aguantó lo que aguantó aquella noche del 77 y esto es lo que me dijo: “Cómo me iba a caer, me estaba pegando el más grande de todos los tiempos y aunque sabía que no podía ganar, no quería perdérmelo. Ojalá me hubiese pegado para siempre”.
Alí era más que boxeo, ya lo sabemos todos, pero también era boxeo, claro está. Los niños que le seguíamos aun corremos detrás, imitamos sus fintas, soñamos con su sombra, pretendemos su inteligencia, su coraje, su elegancia y soñamos, todavía, con ser negros.

ALI: EL REY DEL MUNDO

JOHN CARLIN
El País.com

El boxeo no me interesó antes de Muhammad Ali ni me interesó después pero fue —es— el ídolo de mi vida. Recuerdo la primera vez que me enteré de su existencia como si fuera ayer. Fue en 1964, cuando yo tenía siete años, al leer un artículo de un diario argentino, el Buenos Aires Herald, publicado a dos columnas al lado derecho de la última página. Lo veo ahora. Veo la foto, con él mirando a la cámara, sudoroso y extasiado; veo el titular, anunciando que era el nuevo campeón mundial de los pesos pesados tras derrotar al aparentemente invencible Sonny Liston; y veo el texto, citando sus primeras palabras en el ring después de que Liston se negase a salir a pelear al comienzo del séptimo round tras la paliza que le había dado Ali en el sexto. “I shook up the world!”. Sacudí al mundo. “I am the prettiest!”. Soy el más guapo. “I am the greatest!”. Soy el más grande.
Se lo creí entonces y lo sigo creyendo hoy.
Desde aquel día vi todas sus peleas, deseando que ganase como jamás he deseado que nadie nunca ganara nada, pero no fue hasta que cumplí 13 años cuando descifré lo que me había pasado con este hombre de un país que no era el mío, de una raza con la que no había tenido ningún contacto personal. Mi padre había intentado convencerme que la gente más admirable era la más inteligente y erudita. Él era muy fan de Harold Wilson, el entonces primer ministro británico y gran cerebro que había sacado brillantes notas en la Universidad de Oxford.
Tuve mi momento de revelación y de rebeldía a aquellos 13 años cuando vi una larga entrevista con Ali en la BBC y entendí que Wilson era un enano junto a él. Era de noche y me quedé hipnotizado de principio a fin. Tenía un tremendo sentido del humor y tanto yo como el público que juntó la BBC para presenciar la entrevista en directo nos partíamos de la risa. Rápido e ingenioso en sus respuestas, de repente soltaba un poema que él había compuesto proclamando su propia gloria. Pero con sus ojos, con su sonrisa, con sus muecas nos hacía cómplices de su fanfarronería. Como que nos estaba diciendo: no me tomen en serio, pero tómenme en serio. Estoy interpretando el papel de Muhammad Ali, pero este es el auténtico Muhammad Ali. Me río de mí mismo pero cuando digo que soy “the greatest” también me lo creo, y más vale que os lo creáis vosotros. Era una especie de magia, una esquizofrenia consciente, una energía tan ambigua como potente, y arolladoramente seductora.
Ali era la definición del carisma; era el carisma hecho carne —equiparable a una figura de leyenda como el Aquiles de Homero, o histórica como Napoleón, o Bolívar, o Garibaldi—. Su único rival contemporáneo, para mí, ha sido Nelson Mandela, pero lo conocí cuando yo era ya adulto y mi visión de él pasó por un filtro cerebral. Ali me llegó a las vísceras, directo como un golpe al estómago.
¿Qué es el carisma? El carisma es una luz que se transmite a partir de una colosal confianza en uno mismo, de saber, sin la más remota duda y mucho, mucho más allá de mezquindades como la altanería o su hermana gemela, la inseguridad, que uno es grande y especial. Ali creó un grandioso personaje y, con enorme generosidad, se lo regaló al mundo.
Soy un fanático del deporte y he presenciado grandísimos partidos y extraordinarias hazañas pero nada, nada que compare con la pelea entre Ali y George Foreman el 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, Zaire. Yo tenía 18 años. En Londres, donde vivía, solo se podia ver la pelea en vivo yendo a las dos de la mañana a un cine en Brixton, un barrio que en aquel entonces era una especie de gueto poblado mayoritariemente por negros y que, quizá injustamente, tenía fama de ser peligroso. La entrada me costó todo el dinero que tenía ahorrado tras trabajar durante las vacaciones de verano en una fábrica. Nunca hice una mejor inversión.
Foreman, un monstruo, entró al ring primero. Daba miedo verle. Había aniquilado en un round a rivales que Ali había sufrido en 15 para derrotar. Sus bíceps eran más anchos que los muslos de Ali. Empezó la pelea y durante los cuatro primeros rounds Ali se atrincheró contra las cuerdas, cubriéndose la cabeza con los guantes, recibiendo un golpe brutal tras otro en el abdomen sin devolver ninguno. Todos en el cine, parecía que todos negros menos yo, estabamos desolados. Esto era una masacre. El quinto round empezó igual pero de repente, cuando todo parecía perdido, emergió el fénix de las cenizas. Ali empezó a boxear como solo él sabía, bailando. Flotando como una mariposa, picando como una abeja. Un golpe con la izquierda le retorció la cabeza a Foreman y una gota gruesa de sudor saltó de su rostro, salpicando el suelo. En el cine nos pusimos todos de pie. Cuando cayó Foreman a la lona en el octavo y el árbitro contó a diez, con Foreman incapaz de levantarse, el rugido en Brixton se habría oído en el Congo. No conocía a nadie a mi alrededor pero nos abrazamos todos como hermanos.
He visto jugar a Pelé y a Maradona, a Tiger Woods, a Federer y a Nadal, a Cristiano Ronaldo y a Leo Messi. Ellos pertenecen al deporte. Ali pertenece a todos. “¡Soy el rey del mundo!”, clamaba, y era verdad. No solo nadie redefinió el deporte como Ali sino que nadie lo trascendio como él. Fue un gigante, una fuerza elemental de la naturaleza, un huracán humano. Falleció tras batallar en la penumbra durante tres décadas contra su enemigo más implacable, la enfermedad de Parkinson. Pero para mí, y para muchísimos más de todas las razas y todas las creencias en todos los rincones de la tierra que tuvimos la fortuna de vivir en sus años de gloria, es inmortal.

EL REY DEL MUNDO

JUAN CRISTÓBAL GUARELLO
AS.com

Si fuera por lo estrictamente deportivo (físico, técnico, mental y estadístico), Muhammad  Alí sería el mejor atleta de la historia con pocos reparos. Siendo un peso completo, tenía la velocidad de un mediano y el juego de piernas de un mosca. Y pegaba como un pesado. Era estratégico, inteligente y creativo. Sus golpes parecían sacados de un manual de pugilismo. De cabeza ni hablar: era un ganador en todo el sentido de la palabra, que jamás se achicó ante rival alguno, jamás sintió la presión de un compromiso, jamás temió a nadie, ni siquiera al terrorífico George Foreman. La descripción que hace Normal Mailer de la bolsa de arena tras una práctica de Foreman ahorra mucha tinta. El gigantón la había abollado, si es eso posible, con uno de sus terribles derechazos. Y Alí, veterano, discutido, con un ejército de críticos y enemigos, logró noquearlo en Kinshasa cuando nadie daba un dólar por él. Fue un triunfo de la lucidez en contra de la fuerza. Una demolición fue mental más que física.
Los números también son contundentes, acaso más que sus golpes. Ganó tres veces el título pesado (cuando sólo existían la CMB y la AMB), amén de su medalla de oro olímpica en los mediopesados. El último de ellos con 39 años, para dejar su rúbrica postrera sobre el insolente León Spinks, quien había osado arrebatárselo en 1978, cuando Alí andaba mal físicamente, distraído por los negocios, el cine y la política.
Pero estamos hablando de alguien que rebasaba por mucho lo deportivo. Fue un verdadero ícono de la segunda parte del Siglo XX. Un protagonista de la cultura popular, que decidió ser un negro rebelde y musulmán, cuando los negros casi no tenían derechos en la mitad de los estados. Y con esa actitud desafiante, agresiva e inconformista, lo transformó en un personaje incómodo y odiado, que perdió millones de dólares en publicidad por el único y gran pecado de abrir la boca y decir lo que pensaba. Es decir, fue castigado por pensar, en un tiempo en que los de su raza, más siendo de Kentucky, lo tenían casi prohibido.
Y sin embargo no alcanza. Muhammad  Alí fue el que fue porque resignó todo por defender sus ideas. Al negarse a ir a la guerra de Vietnam le fue arrebatado el título mundial de los pesados y casi quedó en la bancarrota. Sus mejores años como boxeador lo encontraron peleando con el sistema judicial y la formidable maquinaria de propaganda conservadora de Estados Unidos. Era un hombre, apenas un bisnieto de esclavos, contra todo el aparato militar industrial más grande del mundo. Y el hombre perdió la batalla momentánea. Pero supo ganar la guerra de largo aliento y conquistar dos veces más su título de campeón.
Hace poco tiempo, perdonen el apunte, Cristiano Ronaldo fue entrevistado por el periodista Andrés Openheimer. Consultada su opinión sobre el escándalo de la FIFA y cómo podía afectarle, el delantero del Real Madrid, con ese cinismo propio de los tontos satisfechos, señaló que no le importaba nada, que no le afectaba y que sólo se preocupaba de los suyo. Luego,  comparar este ídolo de barro, preocupado por vender fonos, camisetas y perfumes, maquillado como cortesana de Luis XIV, con su sonrisa esculpida por decenas de ortodoncistas, con un atleta (la palabra es esa: Atleta con mayúsculas), como Muhammad  Alí, es un acto malvado, maquiavélico.
¿Por qué el más grande? Miren los ídolos de hoy, evadiendo impuestos, luciendo su línea de carteras, viviendo en las discotecas, sacándose fotos bañados en cantidades obscenas de dinero, incapaces de articular una idea profunda, propia, que no sea una frase hecha, provista por su ejército personal de relacionadores públicos y asesores de imagen. Mientras que Alí perdió todo por no ir a la guerra, cuando tenía salidas alternativas, como viajar a Vietnam y hacer exhibiciones para las tropas. Es decir, un enrolamiento simbólico, casi unas pequeñas vacaciones. Pero él defendía una idea y no transó. Su mensaje era claro: los vietnamitas no son mis enemigos.
Murió Mohammed Alí a los 74 años, el más grande, el mejor atleta de la historia. Los otros, los tristes y espurios aspirantes, las marionetas de algodón, pueden seguir revoloteando en su egoísta pequeñez.

¿ES CASSIUS CLAY EL MEJOR BOXEADOR DE SIEMPRE?

JOSÉ LUIS GARCI
AS.com

¡Uf! El problema es que no se pueden trasladar las épocas. De ahí que sea muy complicado establecer comparaciones. Yo siempre me fío de la gente que ha visto las peleas, en directo o por televisión; gente como Nat Fleischer, John O’Hara, Red Smith, Irving Shaw, y así. Creo que la cosa estaría entre Clay —¡cómo nos resistimos a llamarle Muhammad Ali!— y Ray ‘Sugar’ Robinson. Sin olvidar a Joe Gans, el campeón de los pesos ligeros, ni a Joe Louis.
Lo que pasa es que Clay, por ejemplo, no solo cambia el boxeo, sino su tiempo. Clay es el más puro exponente de los años sesenta, tanto como ‘Camelot’ y la Nueva Frontera, Vietnam, los Beatles o los Rolling, Malcom X o Martin Luther King. Con Clay, con Ali, nace la auténtica rebelión en la “década prodigiosa”. No olvidemos que Cassius Clay es anterior a Berkeley y Mayo del 68. Clay es la contracabaña del tío Tom. Se negó a ir a la guerra. Acuérdate de lo que dijo: “No tengo nada en contra de esa gente. Nunca me han llamado nigger”.
A mí me parece que él es el verdadero profeta del cambio social y no los estructuralistas, Marcuse, Levi-Strauss... Clay era la revolución permanente. Incluso hoy, a estas alturas del combate, nos falta perspectiva para conocer el verdadero alcance de sus golpes al Sistema. Le desposeyeron del título, volvió, lo reconquistó en Zaire, lo perdió, lo ganó otra vez. Tuvo peleas feroces con Frazier, Foreman o Spinks. Para mí, Clay fue superior a Ali.