jueves, 19 de noviembre de 2009
No todo está perdido
Por Diego Zorrilla
ESPNdeportes.com
La suerte estaba echada. Las excusas estaban agotadas aún antes de comenzar el combate. Las viejas heridas estaban bien cerradas, el entrenamiento había carecido de distracciones, y el resultado se reflejaba en la repetición infinita de la muletilla predilecta de todos los boxeadores que enfrentan esta instancia: "estoy en la mejor forma posible" o su variante equivalente "estoy en el mejor estado de toda mi carrera".
Ante un escenario así, es difícil encontrar justificaciones para una derrota tan aplastante. Pero ante la evidencia nos rendimos. Cotto fue atropellado brutalmente en el mayor combate de su vida. Golpeó y no lastimó. Lo golpearon, y terminó lastimado, cortado, magullado y vapuleado. La excelente preparación de la que habló en la previa del combate se notó, al menos durante el primer tercio de la pelea. Pero durante el resto del combate afloraron destellos de un Cotto desconocido hasta ahora. Su notable resistencia a los golpes quedó sepultada bajo la andanada de puños que Pacquiao supo ubicar sobre su cuerpo con la habilidad de un cirujano. Sus constantes cambios de postura, de diestro a zurdo, le provocaron varios problemas. Sus lagunas en la concentración fueron cada vez más notables y lo dejaron expuesto a contragolpes letales. Y como broche final sufrió una dosis de su propia medicina: el ataque al cuerpo con el que pensaba bajarle el ritmo a su rival terminó volviéndose en contra suyo. Entre la energía gastada en el ataque desbocado e innecesariamente intenso de los primeros cuatro asaltos (en los que buscó un nocaut que nunca llegaría) y los certeros contragolpes de Pacquiao, Cotto terminó el combate queriendo compensar con su velocidad de piernas en la huída una notable lentitud de manos que no lograban plasmarse ya en un ataque efectivo.
Y no decimos esto para contradecir los dichos del puertorriqueño sobre su buen estado físico ni sobre su preparación. Nadie duda sobre su dedicación y su entrega. Y de ser necesario, la prueba de que Cotto estaba en su mejor forma se hizo visible en el cuarto asalto. Durante los extraordinarios 2 minutos y 38 segundos que precedieron su fatídica y decisiva caída, Cotto lució capaz de poder derrotar a los mejores welters del mundo. Y de cualquier época. Buscó el mano a mano y ganó en todos los cruces. Se plantó al toma y dame y siempre fue el que más manos colocó. Logró arrinconar a su rival y hacerle sentir el peso de sus manos con ganchos certeros. Hizo falta todo el genio estratégico y toda la excelente movilidad de Pacquiao para escapar de ese momento de zozobra y conectar ese tremendo gancho al mentón que a la postre demostró ser el punto de inflexión de todo el combate.
Entre los méritos de Cotto se cuenta su voluntad por seguir absorbiendo castigo aún ante la derrota evidente, y su negativa a abandonar aún cuando su esquina y el árbitro del combate le abrían y reiteraban esa posibilidad de abandono en cada descanso posterior al octavo asalto. Nobleza obliga, también soltamos este pensamiento: Cotto no podía darse el lujo de otro abandono. O por lo menos, de otro abandono decidido por su cuenta. Si abandonaba, no podía abandonar como lo hizo ante Margarito, cayendo voluntariamente a las lonas y recibiendo la cuenta de protección sin ofrecer resistencia. Ha habido muy pocos boxeadores que se recuperen de dos derrotas tan brutales. Pero menos son los boxeadores que se recuperaron de dos abandonos seguidos. Su posición en las clasificaciones tanto temporales como históricas y su lugar en la mesa de negociación de peleas futuras dependían de una actuación sólida, aún en la derrota.
Generalmente, cuando una pelea de esta magnitud termina con un resultado tan claramente desastroso para uno de los púgiles, la búsqueda de culpables se reduce a los miembros más encumbrados de la esquina del peleador. Una pelea en la que hubo tanto tiempo para hacer todos los estudios estratégicos posibles no puede haber terminado de esta manera, y está claro que el injustificadamente lacónico y parco triunfalismo de Cotto, rayano en la soberbia (algo a lo que no nos tenía acostumbrados aún ante peleas más fáciles que esta) terminó por ser un factor más en esta caída al contagiarse sobre su cuerpo técnico y darles la noción de que ellos estaban ahí meramente como aguateros glorificados, espectadores de primera fila en un show unipersonal de Cotto, meros partenaires en la noche consagratoria de su pupilo.
El problema más grave en este caso yace en que esa esquina fue orquestada a dedo por Miguel Cotto en los meses previos a la pelea, luego del violento alejamiento de su tío y entrenador de toda la vida, Evangelista Cotto. Una esquina tan optimista que no tenía plan B, ni otra hipótesis que no fuese la de ganar por nocaut, a cualquier costo. Convengamos algo ya mismo: en los casos en los cuales un boxeador y un padre/familiar dan por terminada una exitosa relación de entrenador y pupilo, es usual que el entrenador reemplazante sea un profesional de primera línea. Y máxime cuando los compromisos subsiguientes son de una magnitud suficiente como para aportar fondos ilimitados, con los que se puedan contratar a los mejores del negocio. Y aún más cuando el compromiso que se avecina es de una peligrosidad suficiente como para requerir una cabeza fría y una variedad de estrategias probadas ante todas las posibles hipótesis de conflicto.
En lugar de eso, Cotto eligió promover a Joe Santiago, ex ayudante de su tío y apenas unos años mayor que Miguel Cotto mismo, al puesto de entrenador en jefe. Loable actitud, y seguramente un premio a la entrega y la dedicación de años, y un testimonio de su confianza hacia él. Pero ahí terminan los aspectos positivos. Poner a Santiago a manejar el rincón de uno de los diez mejores púgiles del mundo en uno de los diez combates más taquilleros de la historia en apenas su segundo pleito como jefe de esquina (el anterior había sido el duro triunfo ante Clottey) es como hacer debutar a un portero (por talentoso que sea) en los cuartos de final de una Copa Mundial de fútbol. Sin desmerecer los logros (pasados y futuros) de nadie, ese puesto le merece a alguien con la cabeza fría y el conocimiento enciclopédico de todas las situaciones de peligro que solamente un veterano puede tener. La ausencia de su viejo curador de cortes (el argentino Miguel Díaz, que paradójicamente trabajó esa noche en la esquina de Pacquiao) fue otro signo de alarma que indicó que las cosas no estaban bien encaminadas. Y el agregado de su padre en calidad de testigo de lujo en el rincón solamente agrega mayor conflictividad a un cuadro ya de por sí complicado. Por muy exigente que Santiago pueda ser, está claro que nunca le hablaría a Cotto en términos extremadamente terminantes ni con palabras altisonantes frente a su propio padre. Quitarle esa prerrogativa a un entrenador es quitarle un arma esencial en el armado estratégico del combate, y transformar el rincón en un rejunte de amigos y aduladores es solo una receta para el desastre. Y si tenemos en cuenta que Puerto Rico es hogar de una decena de entrenadores de primer nivel (me viene a la mente, entre muchos otros, el siempre subestimado Freddy Trinidad, un tipo que "no come vidrio", según el siempre infalible decir de los boricuas), las excusas se reducen aún más.
No se engañen: mi análisis sobre todos los aspectos del entrenamiento, el estilo y la personalidad de Cotto no comienzan con esta pelea. Recuerdo haberlo visto emocionarse y sentir el peso de la responsabilidad cuando le comuniqué, en mi rol de reportero de un diario durante mi paso por Puerto Rico, su elección como abanderado de la delegación de su país en los Juegos Panamericanos. Recuerdo su rostro concentrado y serio aún en los compromisos más intrascendentes de su carrera como aficionado, que seguí desde el ringside bajo el viejo tinglado del gimnasio de la vieja Base Naval de Miramar, en Puerto Rico. Recuerdo salir a caminar por la mañana y verlo corriendo por los alrededores de la base naval cubierto en bolsas de nylon bajo el ya ardiente sol matinal, tratando de bajar las últimas libras para llegar al peso reglamentario de algún combate. Recuerdo su constante frustración ante sus derrotas en torneos amateurs regidos por el sistema de puntuación computarizada por conteo de golpes, que no reflejaban la agresividad, la pegada y el estilo en el que tanto trabajaba en el gimnasio. Su dedicación está fuera de todo cuestionamiento. Lo que se cuestiona, en este caso, es su decisión de rodearse de un grupo de gente que no lo impulse a dar el máximo, que no le exija mayor entrega con palabras duras y gestos de mando, algo que su rival entendió a la perfección. Quienes hayan visto las entregas de la serie 24/7 de HBO habrán visto a un Freddie Roach enardecido plantándose frente a Pacquiao para ordenarle abandonar una charla con un político filipino de renombre, o para abandonar hasta su país mismo ante la inminencia de un tifón, y habrán visto a Pacquiao obedecer sin mayores reparos. La contracara de esa severidad se vio en las escenas de relax junto a la piscina por parte del Team Cotto.
Y toda esa falta de autoridad también se trasladó al rincón de Cotto durante la pelea. Prueba de ello fueron los consejos genéricos, los pedidos de "boxeo inteligente", los regaños a medias y los alientos tibios, sin contenido profundo. Y el colmo llegó al finalizar el cuarto asalto, durante el descanso. En ese breve período, luego de haber sufrido una caída tremenda y un golpe que lo dejó desparramado en las lonas y lo hizo ponerse de pie en posición tiesa y casi inerme, con el cerebro de Cotto pidiendo hielo y tratando de reencauzar sus neuronas, Santiago no tuvo mejor idea que intentar despertarlo sacudiendo su cabeza con ambas manos en una repetida secuencia que dejó a Cotto aún más atónito. Fue como ver a un curador de cortes intentar cerrar una herida usando un bisturí. No fue una tontería. Tontería es volcarse un vaso de cerveza sobre el pantalón. Lo que hizo Santiago fue pura insensatez, y fue apenas una de muchas decisiones desacertadas que se develaron en cadena.
Incluso los lugares de entrenamiento de cada boxeador fueron sintomáticos de lo que se avecinaba. Ver a Pacquiao sudando profusamente en un gimnasio lleno de púgiles observando cada uno de sus movimientos, rodeado del mismo equipamiento raído y húmedo que usó para todas sus peleas anteriores, es difícil de comparar con la visión de Cotto entrando a media mañana a un gimnasio enorme y solitario, rodeado de aparatos más dignos de un grupo de amas de casa aburridas batallando contra la obesidad que de un boxeador preparándose para una guerra. Y esa diferencia de idiosincrasias se hizo palpable a partir del 6to y 7mo asaltos, cuando se notó que Cotto estaba entregando el máximo de sus energías mientras que Pacquiao todavía tenía resto para redoblar el paso. Y lo terminó haciendo, con las consecuencias conocidas.
El dominio de Manny fue tan grande que solamente hace falta ver la diferencia entre el rendimiento de Cotto en el tercero y el sexto asalto. Mirar la repetición de esos dos rounds (soslayando la fugaz caída del tercer asalto) es como mirar dos peleas distintas, con Cotto arremetiendo con todo en el tercero, en la plenitud de su poderío, y luego retrocediendo sin voluntad de ataque con el rostro ensangrentado en el sexto. La manera en que Pacquiao bajó los brazos y lo desafió a encararlo en el medio del ring en los asaltos finales (algo inaudito en peleas de esta magnitud) solamente sirvió para cimentar un triunfo inapelable.
La foto final de ambos boxeadores contó el último capítulo de esta historia. Cotto finalizó con el rostro totalmente desfigurado, como nunca se lo había visto. En honor a la potencia de Cotto, no ocultamos que la oreja derecha de Manny quedó deshecha tras tantos ganchos de izquierda bien conectados. Pero emulando quizás al célebre pintor flamenco Vincent Van Gogh, una oreja mutilada y vendada tras el combate fue el único precio que Pacquiao pagó por lograr una obra maestra que se valorizará más y más con el paso del tiempo.
Aún así, no todo está perdido para Cotto. Así como se recuperó de su golpiza ante Margarito con una gran actuación ante Clottey, no es descabellado soñar con verlo regresar en toda (o casi toda) su gloria de antaño ante rivales más asequibles en su división. Pero primero tendrá que volver a la mesa de planeamiento y armar un equipo que lo impulse a sacar el máximo provecho de la ferocidad, la garra, el talento y la habilidad boxística a la que nos ha acostumbrado en todos estos años.
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