No voy a ser tan presuntuoso como para decir que Diego Corrales era amigo mío.
La nuestra era una relación casual y profesional. Yo era el periodista, él era el boxeador. Yo era el entrevistador, él era el entrevistado.
Pero la comunidad del boxeo en Las Vegas es una fraternidad pequeña. Cuando yo vivía en esa ciudad en el desierto, a menudo me cruzaba con él en numerosas ocasiones, quizás más a menudo que con otros boxeadores: en el ringside de peleas grandes y chicas, en gimnasios de boxeo, en lugares sociales. Aún cuando no estábamos todo el tiempo invitándonos mutuamente al cine, nosotros nos conocíamos. En nuestra limitada interacción nos llevábamos muy bien.
Corrales siempre era simpático, siempre estaba disponible, siempre era generoso con su tiempo. Uno le dejaba un mensaje, y él devolvía la llamada enseguida (lo cual no está garantizado con otros atletas profesionales, créanme) y estaba dispuesto a hablar.
La última entrevista exclusiva que le hice fue para un perfil en ESPN.com antes de su tercer y definitivo combate con Joel Casamayor en octubre de 2006. Yo estaba ahí para el pesaje de esa pelea, cuando se subió a la balanza pesando 5 libras por encima del límite del peso ligero (una trasgresión llena de ironía, por el hecho de que un año antes Corrales y su promotor Gary Shaw habían querellado a José Luis Castillo por hacer exactamente eso mismo. Eso causó la cancelación de lo que hubiese sido el choque concluyente de una trilogía.
Y yo estuve en el ringside cuando Corrales, a pesar de anotar una caída en el quinto asalto, cayó por decisión dividida ante el rival cubano.
Después de esa pelea, no hablé con Corrales... ni lo volví a ver.
Siete meses más tarde, el día en que Floyd Mayweather derrotó a Oscar de la Hoya, yo estaba en la sala de prensa del MGM Grand, hablando con dos amigos (un boxeador y un manejador, ambos amigos de Corrales). La conversación fue llevando hacia nuestro contacto en común, y hacia la preocupación sobre su bienestar. Su carrera había pasado de estar lenta a estar detenida (luego de su derrota ante Casamayor, Chico había subido al peso welter para ser dominado por Joshua Clottey en su tercera derrota consecutiva). Se había separado de su esposa, Michelle, que estaba embarazada de su hijo. Ninguno de nosotros había oído nada de él recientemente, y cada uno de nosotros expresó esperanza de que estuviese bien.
Tres días después de esa conversación, Corrales estaba muerto, habiendo fallecido instantáneamente al ser despedido de su motocicleta, con la cual había chocado a alta velocidad contra la parte trasera de un auto.
Yo estaba en la costa este cuando eso sucedió. Estaba muy dormido cuando el teléfono sonó en medio de la noche. No escuché los mensajes ni noté que había tenido llamada alguna hasta que me desperté a la mañana siguiente.
Más tarde ese día, cuando el sol salía en Las Vegas, yo levanté el teléfono y marqué. Cuando escuché el dolor en las voces de sus amigos más cercanos, yo también sentí ese dolor. Cuando escuché los sollozos al otro lado de la línea, las lágrimas me corrieron por las mejillas a mí también.
Yo estaba lejos de mi familia en el boxeo. Cuando mis amigos y colegas miraron mi rostro desencajado y me preguntaron qué era lo que me pasaba, yo simplemente busqué la explicación que me pareció más sencilla y más fácil de entender, aún cuando no era la más precisa.
"Falleció un amigo mío", les dije, y ellos entendieron. O pensaron que habían entendido.
Es una contradicción interesante ver que, en su trato con otra gente que no sea aquella a la que tienen que lastimar severamente para ganarse el salario, los boxeadores son extremadamente educados y usualmente son muy reservados. Es una realidad que choca con la violencia para la cual deben prepararse y que tienen que absorber cuando suena la campana, y fue aún más acertado este análisis en el caso de Corrales. Su popularidad entre los fanáticos era mayor que la del resto de sus pares, no solamente por estar siempre disponible ni por carecer de aires de grandeza fuera del ring, sino también por su particular ferocidad dentro del ring.
Extraordinariamente alto para las divisiones en las que combatió en la mayoría de sus peleas, se rehusaba a usar su altura como una ventaja para pelear desde la distancia, eligiendo en lugar de eso plantarse a pelear. Y cuando era derribado, casi siempre se ponía de pie nuevamente, sin abandonar jamás. Alguna vez le dijo al entrenador Joe Goossen que lo "asesinaría" si alguna vez lo veía arrojar la toalla.
Por otra parte, por ser Corrales un tipo tan afable y abierto, y por hablar tan honestamente y con una voz tan apacible, era difícil comprender que era ese mismo hombre que combatía tantos demonios internos. Aquellos eran los demonios que lo llevaron a la prisión por ataques físicos, los demonios con los que aparentemente estaba luchando nuevamente antes de encontrar tan trágico final.
Personalmente, elijo recordarlo como el entrevistado bien dispuesto, el conocido amigable, el problemático pero bien intencionado joven a quien mis amigos conocían y querían tanto.
Es difícil imaginar un final más dramático que en la pelea Corrales-Castillo I
También lo recordaré, como lo harán millones de personas, como un peleador temerario en el cuadrilátero. Particularmente, lo recordaré siempre por aquel 7 de mayo de 2005 cuando tuve el privilegio de sentarme en el ringside para verlo despegarse de algún modo de las lonas en aquel décimo asalto ante José Luis Castillo para regresar aullando venganza y ganar lo que fue la mejor pelea que he visto en mi vida y probablemente la mejor que veré.
Escribí aquella noche: "Muchos boxeadores se pavonean diciendo que sus oponentes deberán matarlo para derrotarlos. Corrales lo dice en serio. Si Castillo le hubiese arrancado la cabeza y puesto una estaca en el corazón, aún así quizás no lo hubiese podido superar". Pero también escribí: "Así de fantástica como fue esta pelea, fueron 30 minutos de locura y violencia que les dio sentido a las carreras de estos dos hombres, y que al mismo tiempo seguramente las acortó dramáticamente. Ninguno de los dos será la misma persona después de este combate".
Sin duda, Castillo se alzó con una victoria más, y bastante dudosa: un triunfo por nocaut ante Corrales en la revancha luego de haber marcado un peso por encima del límite del peso ligero.
Corrales no tendría ni siquiera eso. Su histórico triunfo sobre Castillo sería la última vez en que su mano fuera levantada en señal de triunfo en un cuadrilátero de boxeo. Luego llegaron tres derrotas dentro del ring, una gran debacle fuera de él, y el repentino y espeluznante final, cuando finalmente fue derribado por un golpe del cual nunca podría recuperarse.
Ese final llegó dos años después de su mayor triunfo, a la sombra del estadio en el cual ese triunfo tuvo lugar. A una corta distancia, esa noche las luces del Mandalay Bay, tan lejanas y tan cercanas a lavez.
Kieran Mulvaney cubre boxeo para ESPN.com y Reuters.
La nuestra era una relación casual y profesional. Yo era el periodista, él era el boxeador. Yo era el entrevistador, él era el entrevistado.
Pero la comunidad del boxeo en Las Vegas es una fraternidad pequeña. Cuando yo vivía en esa ciudad en el desierto, a menudo me cruzaba con él en numerosas ocasiones, quizás más a menudo que con otros boxeadores: en el ringside de peleas grandes y chicas, en gimnasios de boxeo, en lugares sociales. Aún cuando no estábamos todo el tiempo invitándonos mutuamente al cine, nosotros nos conocíamos. En nuestra limitada interacción nos llevábamos muy bien.
Corrales siempre era simpático, siempre estaba disponible, siempre era generoso con su tiempo. Uno le dejaba un mensaje, y él devolvía la llamada enseguida (lo cual no está garantizado con otros atletas profesionales, créanme) y estaba dispuesto a hablar.
La última entrevista exclusiva que le hice fue para un perfil en ESPN.com antes de su tercer y definitivo combate con Joel Casamayor en octubre de 2006. Yo estaba ahí para el pesaje de esa pelea, cuando se subió a la balanza pesando 5 libras por encima del límite del peso ligero (una trasgresión llena de ironía, por el hecho de que un año antes Corrales y su promotor Gary Shaw habían querellado a José Luis Castillo por hacer exactamente eso mismo. Eso causó la cancelación de lo que hubiese sido el choque concluyente de una trilogía.
Y yo estuve en el ringside cuando Corrales, a pesar de anotar una caída en el quinto asalto, cayó por decisión dividida ante el rival cubano.
Después de esa pelea, no hablé con Corrales... ni lo volví a ver.
Siete meses más tarde, el día en que Floyd Mayweather derrotó a Oscar de la Hoya, yo estaba en la sala de prensa del MGM Grand, hablando con dos amigos (un boxeador y un manejador, ambos amigos de Corrales). La conversación fue llevando hacia nuestro contacto en común, y hacia la preocupación sobre su bienestar. Su carrera había pasado de estar lenta a estar detenida (luego de su derrota ante Casamayor, Chico había subido al peso welter para ser dominado por Joshua Clottey en su tercera derrota consecutiva). Se había separado de su esposa, Michelle, que estaba embarazada de su hijo. Ninguno de nosotros había oído nada de él recientemente, y cada uno de nosotros expresó esperanza de que estuviese bien.
Tres días después de esa conversación, Corrales estaba muerto, habiendo fallecido instantáneamente al ser despedido de su motocicleta, con la cual había chocado a alta velocidad contra la parte trasera de un auto.
Yo estaba en la costa este cuando eso sucedió. Estaba muy dormido cuando el teléfono sonó en medio de la noche. No escuché los mensajes ni noté que había tenido llamada alguna hasta que me desperté a la mañana siguiente.
Más tarde ese día, cuando el sol salía en Las Vegas, yo levanté el teléfono y marqué. Cuando escuché el dolor en las voces de sus amigos más cercanos, yo también sentí ese dolor. Cuando escuché los sollozos al otro lado de la línea, las lágrimas me corrieron por las mejillas a mí también.
Yo estaba lejos de mi familia en el boxeo. Cuando mis amigos y colegas miraron mi rostro desencajado y me preguntaron qué era lo que me pasaba, yo simplemente busqué la explicación que me pareció más sencilla y más fácil de entender, aún cuando no era la más precisa.
"Falleció un amigo mío", les dije, y ellos entendieron. O pensaron que habían entendido.
Es una contradicción interesante ver que, en su trato con otra gente que no sea aquella a la que tienen que lastimar severamente para ganarse el salario, los boxeadores son extremadamente educados y usualmente son muy reservados. Es una realidad que choca con la violencia para la cual deben prepararse y que tienen que absorber cuando suena la campana, y fue aún más acertado este análisis en el caso de Corrales. Su popularidad entre los fanáticos era mayor que la del resto de sus pares, no solamente por estar siempre disponible ni por carecer de aires de grandeza fuera del ring, sino también por su particular ferocidad dentro del ring.
Extraordinariamente alto para las divisiones en las que combatió en la mayoría de sus peleas, se rehusaba a usar su altura como una ventaja para pelear desde la distancia, eligiendo en lugar de eso plantarse a pelear. Y cuando era derribado, casi siempre se ponía de pie nuevamente, sin abandonar jamás. Alguna vez le dijo al entrenador Joe Goossen que lo "asesinaría" si alguna vez lo veía arrojar la toalla.
Por otra parte, por ser Corrales un tipo tan afable y abierto, y por hablar tan honestamente y con una voz tan apacible, era difícil comprender que era ese mismo hombre que combatía tantos demonios internos. Aquellos eran los demonios que lo llevaron a la prisión por ataques físicos, los demonios con los que aparentemente estaba luchando nuevamente antes de encontrar tan trágico final.
Personalmente, elijo recordarlo como el entrevistado bien dispuesto, el conocido amigable, el problemático pero bien intencionado joven a quien mis amigos conocían y querían tanto.
Es difícil imaginar un final más dramático que en la pelea Corrales-Castillo I
También lo recordaré, como lo harán millones de personas, como un peleador temerario en el cuadrilátero. Particularmente, lo recordaré siempre por aquel 7 de mayo de 2005 cuando tuve el privilegio de sentarme en el ringside para verlo despegarse de algún modo de las lonas en aquel décimo asalto ante José Luis Castillo para regresar aullando venganza y ganar lo que fue la mejor pelea que he visto en mi vida y probablemente la mejor que veré.
Escribí aquella noche: "Muchos boxeadores se pavonean diciendo que sus oponentes deberán matarlo para derrotarlos. Corrales lo dice en serio. Si Castillo le hubiese arrancado la cabeza y puesto una estaca en el corazón, aún así quizás no lo hubiese podido superar". Pero también escribí: "Así de fantástica como fue esta pelea, fueron 30 minutos de locura y violencia que les dio sentido a las carreras de estos dos hombres, y que al mismo tiempo seguramente las acortó dramáticamente. Ninguno de los dos será la misma persona después de este combate".
Sin duda, Castillo se alzó con una victoria más, y bastante dudosa: un triunfo por nocaut ante Corrales en la revancha luego de haber marcado un peso por encima del límite del peso ligero.
Corrales no tendría ni siquiera eso. Su histórico triunfo sobre Castillo sería la última vez en que su mano fuera levantada en señal de triunfo en un cuadrilátero de boxeo. Luego llegaron tres derrotas dentro del ring, una gran debacle fuera de él, y el repentino y espeluznante final, cuando finalmente fue derribado por un golpe del cual nunca podría recuperarse.
Ese final llegó dos años después de su mayor triunfo, a la sombra del estadio en el cual ese triunfo tuvo lugar. A una corta distancia, esa noche las luces del Mandalay Bay, tan lejanas y tan cercanas a lavez.
Kieran Mulvaney cubre boxeo para ESPN.com y Reuters.
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