viernes, 1 de febrero de 2008

MARAVILLOSO ARTÍCULO DE JOSÉ LUIS ALVITE


Rostro con agua rota
"Hay ocasiones en que al hombre le siente mejor el silencio que la ropa".
JOSÉ LUIS ALVITE
Me gusta escuchar conversaciones interesantes, voces hondas y calmosas, oleosas frases hechas sin prisa, como hablan los hombres en los que la mitad de la calma es cansancio y el resto, esa mezcla de resignación y desesperanza que tanto mejora el tono del comentario menos pretencioso. Me gusta también la gente que calla mientras toma sus copas en la barra del bar en esa actitud de riguroso silencio que no se sabe muy bien si es la consecuencia de una preocupación, de un fracaso o porque se le acaban de venir a la cabeza los malditos sueños incumplidos, el matrimonio dilapidado en poco tiempo, tal vez la desgracia emocional de no haberse aseado nunca con el agua en la que se hubiesen lavado la cara sus hijos, lo bien que se le daba en el cabaré aquella fulana esbelta, elegante y sensual que luego resultó que se llamaba Moncho... como calla el ex boxeador Angel Grela mientras en su ácida sonrisa derrotada se conmemora el suave estribillo de los golpes del ring, ¿recuerdas, Angel muchacho,?, hace cuarenta años, amigo mío, cuando lo más sombrío de tu rostro era el flash de las fotos y no iba a dar a tu cara un solo golpe cuya cicatriz no pareciese al día siguiente las venéreas iniciales del nombre de una mujer bordado en aquel pañuelo en el que con la esgrima de tus mágicos modales las flemas se volvían palomas, ¿eh, colega?, casi a finales de los años sesenta, Madrid, Palacio de los Deportes, Paco Torres de "speaker", dos sauces de humo sobre el cuadrilátero, y en tu rincón, ¡Dios, Angel¡, en tu rincón, amigo mío, el viejo manager, una banqueta y aquel embudo para recogerle a tu saliva el pan, la sangre y el suero ácido del expósito nombre de tu madre,... pero, ¡que pronto se hace tarde en el desalmado tiempo del gong!, ...hasta que de tus brazos es esfumaron el florete de la pegada y la estrangulada cintura de las chavalas, te volviste a casa, nos conocimos aquel invierno mediado el verano, y entonces, ¡joder, boxeador!, entonces descubrimos que la vida son dos docenas de recibos de la luz, el solitario corazón latiendo en llanta, un coche viejo que cacarea en latín al tomar las curvas y la horrible sensación de que nuestras vidas están tan plagadas de errores que tendríamos que escribirlas con las tijeras de limpiarle las tripas al pescado, mientras tentamos sin mucha fe la suerte de dar con una mujer que se resigne a que su lugar en la historia sea cambiarle el mal olor al búcaro de las flores y teñir de negro su ropa, sentada a la cabecera de nuestro lecho de muerte, ya sabes, eso que tarde o temprano le ocurre a todo el mundo, a la gente que habla demasiado y a los tipos callados como tú, que son los que me gustan porque de algunos hombres, como de las buenas películas, incluso resulta inolvidable el sedante silencio de los fundidos, como cuando salíamos a la carretera y nos plantábamos en la barra de cualquier garito en el que hubiese una mujer que nos cobrase poco por confundirnos con alguien más interesantes que nosotros, ya sabes, aunque nos buscase parecido con uno de esos tipos hipócritas y saludables que no contraen un solo vicio que no sea un sacramento o un vasodilatador, cosa que a nosotros raras veces nos ocurría, muchacho, porque solíamos tomar copas que al cagarlas manchaban la mierda, y preferíamos permanecer callados, a sabiendas de que hay ocasiones en las que el silencio le sienta a un hombre mejor que la ropa y casi tan bien como el dinero, esa cosa, Angel, chaval, que nosotros solo solíamos emplear para pagarnos la ruina sin pedir prestado, tal vez porque en el fondo siempre estuvimos convencidos de que los golpes de la vida, como los puñetazos del ring, eran justo lo que necesitábamos para arrimarnos a la barra del bar y guardar ese riguroso silencio que nunca se sabe a ciencia cierta si es por contener un secreto, porque no podríamos contar una verdad que no pareciese mentira, o, sencillamente, amigo mío, porque, en realidad, yo puedo callar por escrito, y tú, ¡que demonios!, tú, viejo boxeador, tú tienes la magnífica mala suerte de poseer el impagable "salzillo" de un rostro crustáceo y misterioso capaz de romper en tus funerales el llanto, la luz y el agua bendita, mientras piensas una buena frase para darle el pésame a la muerte...

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