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En mayo de 1940, cuando Winston Churchill entró al relevo de Neville Chamberlain como Primer Ministro de Inglaterra en un momento crucial, retando el poderío de la Alemania nazi, en la parte más vibrante y dramática de su discurso en la cámara baja, dijo: “En circunstancias como estas, no tengo nada más que ofrecer, que sangre, sudor y lágrimas”.
Ese ofrecimiento nunca lo haría Floyd Mayweather. Su boxeo de espadachín, sacado de las páginas de Dumas, merecedor de un carné como mosquetero, es alérgico a la sangre, alejado del sudor, y sin el menor motivo para las lágrimas. No, eso no va con él. De ninguna manera, porque su propósito esencial es precisamente evitar riesgos. No tiene interés Mayweather en lo épico, y mucho menos en lo trágico. Verlo emerger de entre las brasas para arrebatar una pelea en la que ha sido cortado y tumbado es tan improbable, como encontrarse con Obama en un Congreso del Partido Comunista en La Habana, bromeando con Raúl.
Entre los expertos en boxeo, hay quienes piensan que Mayweather puede llegar a superar a Ray “Sugar” Leonard, calificado como un Mozart entre las cuerdas, próximo a otro “Sugar”, Ray Robinson, el original, el mejor de todos los tiempos.
¿Es un atrevimiento sin soporte esta comparación de Mayweather con Leonard? No tanto, pero por ahora, mientras Floyd no enfrente una oposición tan brava y espectacular como la que tuvo que tratar de torear Ray “Sugar”, se le considerará en desventaja. Y es que en boxeo, un deporte de violencia y destrucción, la grandeza solo se construye derribando factores adversos. La estimulante frase: ¡mátalo! ¡mátalo!, es la que obliga a no tener piedad por un lado y sacar fuerzas de la nada en busca de resurgir por el otro. Es entonces cuando el público siente que sus corazones se hinchan, el sistema nervioso se deshilacha, y el pugilismo se convierte en una metáfora de la barbarie.
Leonard se fajó con Tommie Hearns, un auténtico rompehuesos, con el casi siempre enfurecido Roberto “Mano de Piedra” Durán, con el impresionante golpeador Marvin Hagler acostumbrado a no dar ni a pedir cuartel, con el versátil y difícilmente descifrable Wilfredo Benítez, y con el temido Terry Norris, que funcionó como verdugo metiéndolo brusca e implacablemente en el infierno que nos grafica Dante.
Para Floyd, hasta hoy, todo ha sido un entretenido tour por Disney. Se dio el lujo de borrar por completo a Juan Manuel Márquez, y no enfrentó a Pacquiao por una serie de inconvenientes. Pasó algún momento difícil con Ricky Hatton, cierta preocupación con Oscar de la Hoya, casi sin problemas con Shane Mosley, un poco de confusión con Víctor Ortiz, ningún clavo con Zab Judah, un poco de trabajo con el intenso Miguel Cotto, y recuerdos sudorosos de José Luis Castillo, pero en todos los casos, ninguna duda.
¿Qué tan bien lucirá Mayweather en una pelea con exigencia de sangre, sudor y lágrimas, como muchas de Rocky Marciano, de Joe Louis, de Muhammad Ali, de Hearns y de Hagler, de Leonard y de Alexis, de Durán y de Wilfredo Gómez? Nadie lo sabe, y no sabemos si llegaremos a ver eso. El mexicano “Canelo” Álvarez, no parece ser el rival capaz de meterlo en pequeñas complicaciones.
Como la mejor versión del audaz filipino Manny Pacquiao quedó atrás, no se ve en el horizonte una seria amenaza para Floyd. Su boxeo cargado de variantes, tiene el antídoto para cualquier rival. Físicamente muy bien construido, dueño de una velocidad de piernas y manos desconcertante, con una precisión computarizada en sus combinaciones de golpes, una habilidad fuera de serie para entrar, salir y desaparecer, Mayweather, de 36 años, podría llegar al momento de su retiro, sin necesidad de un ofrecimiento como el de Winston Churchill, y no será su culpa, sino de los tiempos que estamos atravesando.
El boxeo lo va a recordar como el Campeón menos golpeado, menos sudado, y sin haber derramado sangre en su proyección hacia la grandiosidad
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