lunes, 23 de marzo de 2009
El boxeo: la decadencia del "noble arte"
A. Rivera
Mi abuelo organizaba combates de boxeo a finales de la década de los veinte del siglo XX, junto a la Plaza de la Merced de Málaga, el lugar donde nació Picasso. Mi padre fue un gran aficionado y de niño me llevó a un par de combates de ilusión pero sin gloria. Ahora he vuelto al olvidado ADN pugilístico e investigo para mi tesis doctoral la relación entre las técnicas del Nuevo Periodismo y las crónicas de boxeo de Manuel Alcántara en el diario Marca entre 1967 y 1978.
Alcántara cubrió los combates de la Edad de Oro del boxeo español: las peleas de José Legrá (en su casa guarda el batín celeste del Puma de Baracoa, un Cassius Clay de bolsillo), Pedro Carrasco y sus duelos con Mando Ramos, el fenómeno Urtain (ahora de moda con la obra de teatro de Animalario) o el famoso combate José Durán-kamikaze Wajima en Tokio, en mayo de 1976, forman parte de la historia del boxeo y el periodismo español.
El martes llamé a Alcántara, el decano de los columnistas españoles, 50 años escribiendo cada día en los periódicos, ahora en el grupo Vocento, y me adelantó que el viernes iría a una velada de boxeo en Vélez-Málaga, la capital de la comarca de la Axarquía, azotada ahora por la corrupción urbanística.
No podía desaprovechar la oportunidad de ver un combate junto al brillante cronista de boxeo. Y, comprobar, a través de su mirada de agudo reportero, cómo el boxeo ha cambiado y palpar la posible decadencia del llamado “Noble Arte” (hay pocos que le llaman deporte). En el Pabellón Municipal veleño se enfrentaban aficionados y profesionales en busca de ovaciones de saldo y un puñado de euros.
El combate empieza media hora más tarde lo previsto. Al gong característico del inicio y el fin de combate se le añade una molesta sirena, al estilo de los partidos de baloncesto. El ring está iluminadísimo. “Esto debería estar en penumbra y que un potente foco resaltara el ring. La emoción del boxeo es una isla cuadrada e iluminada”, cuenta Alcántara. Se prohíbe fumar. Nubes de nicotina que faltan, la intensa luz que no ayuda a concentrarse en el ring. Todo esto falta. Lo que no ha cambiado es el paisanaje femenino. Una señorita brasileña, mulata bronceada, con bikini, tacones rojos de aguja, es la encargada de mostrar los letreros de cada uno de los asaltos. “¡Rubia!”, bromea el público.
“Este deporte no me gusta, me apasiona”, proclama el periodista. Alcántara solía ver los combates desde el Ring-Side fila 2 [el título de una de su secciones de opinión de boxeo en Marca], no en primera fila. “No me gustaban que pasaran delante de mí”. Empieza la velada con aficionados (cuatro asaltos de dos minutos) y su ironía ya aparece: “Todo esto me recuerda vagamente al boxeo”.
También habla de la hinchada: “El público es muy inexperto, jalea cada golpe”. El periodista recuerda también los templos madrileños de los cincuenta, sesenta y setenta: Campo del Gas, el Price o el Palacio de los Deportes de Madrid, cuando gritaban: “Queremos sangre”.
En la siguiente pelea, todos apoyan al boxeador Tsunami, un tipo calvo, de treinta años, cuya novia, una morena teñida, le fotografía con su diminuta cámara digital japonesa. Otra vez el público. Esta vez una ocurrencia: “Parece que el Tsunami se va a convertir en ventisca”. Tsunami pierde. No habrá recibido menos de 500 golpes.
El narrador de Velevisa, la tele local, le pregunta a Alcántara al final de cada combate cuál es su opinión de la pelea. Dos chicos están en el cuadrilátero. Combate nulo. Y suelta una frase sentenciosa, de las que le gusta: “Ya son profesionales, pero tienen que aprender mucho de la profesión”.
¿Ha decaído el boxeo en España? En 2002, surgió la asociación de los “Cien mil hijos de Joe Louis”, en honor del campeón mundial, unos de los mejores que haya existido, cuyo perfil decadente plasmó Gay Talese en la revista Esquire y que fue recogido en el célebre El Nuevo Periodismo de Tom Wolfe. Este colectivo impulsado por el pintor Eduardo Arroyo y el periodista Alberto Anaut editó la revista Cuadrilátero, dirigida por Carlos Bardem, que pretendía resucitar en España la pasión por el boxeo. Sólo se publicaron cinco números.
Fue una prueba del desinterés del gran público por una afición, ya casi clandestina, para muchos políticamente incorrecta por su violencia, pero que representa una perfecta metáfora de la vida. Sí, pero aquellos tiempos que glosó Alcántara en los periódicos, ya pasaron. Y eso que, como precisa el columnista, “la mejor redención del boxeo es alejar a la juventud de los malos caminos”. Quizá ahora, con la crisis económica, los gimnasios vuelvan a llenarse de chicos y chicas que intenten emular a ídolos más cercanos en el tiempo como Javier Castillejo o Poli Díaz.
El último combate de la velada quizá resuma lo que ahora es el boxeo, que algunos confunden/prostituyen con el kick-boxing. Roberto Santos, el ‘Tigre’ de Benidorm (número 7 de España) frente a Frank Oppong, natural de Ghana y residente en Málaga. Música de la película Rocky para animar el cotarro. Salen disfrazados.
La novia de Santos es una rubia que parece porteña, de Buenos Aires. “¡Vamos, Tigre!”, “Cari, muy bien”, “Va, Tigre, va”. “Bien, tanteando”. “Déjale que juegue”. Oppong va buscando la descalificación. Arrolla. Le empuja. Contra las cuerdas, a punto de caerse, un tipo con una escayola le propina un puñetazo a Oppong y entonces la novia grita: “¡Sinvergüenza!”. El árbitro suspende el combate. La pelea la gana el ‘Tigre’ de Benidorm. Quien perdió fue el boxeo, ya decadente. Un “noble arte” que, eso sí, aún mantiene viva la gloria de un pasado de oro y hambre.
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