Crónicas Míticas de la Historia del Boxeo.
Durán, Triste; Wajima, Loco.
Mañana, día “D” para Durán. (De Manuel Alcántara, 17 de mayo de 1.976, en el diario “Marca”). Previa del histórico título mundial de José Durán ante Koichi Wajima.
José Durán lleva aquí ocho días y ni siquiera uno solo, por descuido, por fatiga o por pereza, ha dejado de entrenar. A él le da igual correr por la Casa de Campo que por los jardines de un templo sintoísta. Está serio, concentrado, más formal que nunca. Está en una ciudad de doce millones de habitantes, pero está solo. A Durán le acompañan, como siempre, su mujer y su manager de toda la vida, Enrique Soria, y su fiel Cañas y su amigo Luis Zorita. A Durán le acompañamos gentes de todos los periódicos y de la televisión, pero está solo. Todos los boxeadores están solos la víspera de un combate, pero él parece más solo que ninguno.
Durán está delgado y no tiene el menor problema para dar el peso. Quizá incluso logre un margen de medio kilo hasta los 69.850 gramos, que son las fronteras de la categoría. Le encuentro un poco pálido y sin ese estado de irritabilidad, casi de crispación, al que llegan los boxeadores cuando han alcanzado su óptima puesta a punto y aguardan la pelea. La verdad es que este muchacho no tiene nervios. A su lado, Don Tancredo era un epiléptico.
-Sí. Ilusión sí tengo. Lo que pasa es que vengo más precavido.
Me lo dice con una seriedad tremenda y repite luego lo de “precavido” un par de veces. Me explica que cuando se enfrentó a Oliveira tenía más moral de victoria, porque estaban muy recientes sus éxitos; pero sabe muy bien lo que supone para él disputar por segunda vez el título mundial. Hablamos, hablo yo sobre todo, y me dice que el viaje le ha cambiado el sueño. Es curioso, pero nos ha pasado lo mismo a todos los miembros de la expedición. Incluso yo, que soy un especialista en las más largas estancias horizontales y que puedo dormir en el filo de una espada de samurai, no pego un ojo.
-Ayer me dormí a las cuatro. Sólo me entra sueño por las mañanas y por eso hago dos comidas y no desayuno.
¿Será esta ciudad exacta y trepidante la culpable? Por cierto, yo no me quedaba aquí ni amarrado. Ya me podían dar la Luna o el Sol naciente o el Nobel. No es fácil entender para una cigarra este hormiguero superpoblado, donde un líquido oscuro que ellos llaman café cuesta un dólar y donde para tomarse un par de güisquis en el hotel es aconsejable pedir antes presupuesto. Esto puede que sea el país de las máquinas pequeñas, pero sucede que a mí las calculadoras me repugnan y no me gusta hacer fotos, sino que me las hagan, y en cuanto a esos relojes donde saltan las cifras, me parecen una horterada importante. Prefiero los desiertos. Ver el tiempo incesante dar vueltas a la noria de pulsera.
Durán, que no es precisamente un juerguista, me dice:
-Esto es aburridísimo.
La verdad es que los japoneses de hoy no necesitan hacerse el harakiri, ya que matan a trabajar. Y se acuestan muy pronto y se levantan un ratito después. Lo único que funciona siempre son los diez canales de la televisión. Constantemente proyectan por alguno de ellos esa lucha ritual que llaman sumo, que es como el choque de dos búfalos con coletas. El Emperador Hiro Hito, muy bien conservado, asiste a una de estas interminables veladas. Otra forma barata de divertirse, aparte de la “tele” es ver a gente de todas las edades corriendo por los parques. Familias enteras haciendo footing, incluso la abuelita, la pobre.
Si es cierto que Durán parece que está triste, no lo es menos que Wajima parece que está loco. Habla y sonríe de esa manera peculiar que demuestra, sin necesidad de encefalograma, que los golpes en la cabeza no favorecen. Arrastra un poco los pies y tiene un balanceo de marinero en tierra después de una larga travesía. Ha hecho pocos combates, pero muy intensos. Disputar una docena de veces el título mundial tiene que dejar huellas, y no solo en la cara. Una rara carrera la del japonés. Era camionero y la leyenda dice que hacía siempre sin parar trayectos de mil quinientos kilómetros. Empezó a boxear muy tarde, a los veinticinco años. ¿Estará Wajima en ese punto de intersección que hay siempre entre el esplendor y la decadencia? A veces, y sobre todo en los fajadores, no hay un proceso de pérdida de facultades y las caídas son súbitas. La maduración de combates anteriores surge de pronto y cuando todos creían que había campeón para rato, resulta que tenía los asaltos contados. Esto ha ocurrido con grandes campeones, precisamente con los más inconmovibles, y si puede pasarle a Monzón, que es el más firme de todos los actuales, ¿por qué no va a sucederle al kamikaze Wajima? Wajima es, sobre todo, un pegador y un fajador trepidante. La respuesta hay que reservarla para el Nippon University Auditorium y las esperanzas para ahora mismo. Las estamos consumiendo todos en el hotel, en la calle, en los taxis, en las tiendas, en los jardines de los templos reconstruidos. Estamos viviendo de esperanzas, quizá para apabullar con ellas al racional pesimismo que nos invade, aunque nadie aluda a él. En todo queremos ver un dato favorable y hoy nos hemos alegrado al saber que los guantes serán de ocho onzas, en vez de los tradicionales de seis, cosa que perjudica más a un pegador nanto que a quien no lo es.
En este país se venden al año un millón de guitarras españolas. Si ganara Pepe Durán, habría sonanta.
Durán, Triste; Wajima, Loco.
Mañana, día “D” para Durán. (De Manuel Alcántara, 17 de mayo de 1.976, en el diario “Marca”). Previa del histórico título mundial de José Durán ante Koichi Wajima.
José Durán lleva aquí ocho días y ni siquiera uno solo, por descuido, por fatiga o por pereza, ha dejado de entrenar. A él le da igual correr por la Casa de Campo que por los jardines de un templo sintoísta. Está serio, concentrado, más formal que nunca. Está en una ciudad de doce millones de habitantes, pero está solo. A Durán le acompañan, como siempre, su mujer y su manager de toda la vida, Enrique Soria, y su fiel Cañas y su amigo Luis Zorita. A Durán le acompañamos gentes de todos los periódicos y de la televisión, pero está solo. Todos los boxeadores están solos la víspera de un combate, pero él parece más solo que ninguno.
Durán está delgado y no tiene el menor problema para dar el peso. Quizá incluso logre un margen de medio kilo hasta los 69.850 gramos, que son las fronteras de la categoría. Le encuentro un poco pálido y sin ese estado de irritabilidad, casi de crispación, al que llegan los boxeadores cuando han alcanzado su óptima puesta a punto y aguardan la pelea. La verdad es que este muchacho no tiene nervios. A su lado, Don Tancredo era un epiléptico.
-Sí. Ilusión sí tengo. Lo que pasa es que vengo más precavido.
Me lo dice con una seriedad tremenda y repite luego lo de “precavido” un par de veces. Me explica que cuando se enfrentó a Oliveira tenía más moral de victoria, porque estaban muy recientes sus éxitos; pero sabe muy bien lo que supone para él disputar por segunda vez el título mundial. Hablamos, hablo yo sobre todo, y me dice que el viaje le ha cambiado el sueño. Es curioso, pero nos ha pasado lo mismo a todos los miembros de la expedición. Incluso yo, que soy un especialista en las más largas estancias horizontales y que puedo dormir en el filo de una espada de samurai, no pego un ojo.
-Ayer me dormí a las cuatro. Sólo me entra sueño por las mañanas y por eso hago dos comidas y no desayuno.
¿Será esta ciudad exacta y trepidante la culpable? Por cierto, yo no me quedaba aquí ni amarrado. Ya me podían dar la Luna o el Sol naciente o el Nobel. No es fácil entender para una cigarra este hormiguero superpoblado, donde un líquido oscuro que ellos llaman café cuesta un dólar y donde para tomarse un par de güisquis en el hotel es aconsejable pedir antes presupuesto. Esto puede que sea el país de las máquinas pequeñas, pero sucede que a mí las calculadoras me repugnan y no me gusta hacer fotos, sino que me las hagan, y en cuanto a esos relojes donde saltan las cifras, me parecen una horterada importante. Prefiero los desiertos. Ver el tiempo incesante dar vueltas a la noria de pulsera.
Durán, que no es precisamente un juerguista, me dice:
-Esto es aburridísimo.
La verdad es que los japoneses de hoy no necesitan hacerse el harakiri, ya que matan a trabajar. Y se acuestan muy pronto y se levantan un ratito después. Lo único que funciona siempre son los diez canales de la televisión. Constantemente proyectan por alguno de ellos esa lucha ritual que llaman sumo, que es como el choque de dos búfalos con coletas. El Emperador Hiro Hito, muy bien conservado, asiste a una de estas interminables veladas. Otra forma barata de divertirse, aparte de la “tele” es ver a gente de todas las edades corriendo por los parques. Familias enteras haciendo footing, incluso la abuelita, la pobre.
Si es cierto que Durán parece que está triste, no lo es menos que Wajima parece que está loco. Habla y sonríe de esa manera peculiar que demuestra, sin necesidad de encefalograma, que los golpes en la cabeza no favorecen. Arrastra un poco los pies y tiene un balanceo de marinero en tierra después de una larga travesía. Ha hecho pocos combates, pero muy intensos. Disputar una docena de veces el título mundial tiene que dejar huellas, y no solo en la cara. Una rara carrera la del japonés. Era camionero y la leyenda dice que hacía siempre sin parar trayectos de mil quinientos kilómetros. Empezó a boxear muy tarde, a los veinticinco años. ¿Estará Wajima en ese punto de intersección que hay siempre entre el esplendor y la decadencia? A veces, y sobre todo en los fajadores, no hay un proceso de pérdida de facultades y las caídas son súbitas. La maduración de combates anteriores surge de pronto y cuando todos creían que había campeón para rato, resulta que tenía los asaltos contados. Esto ha ocurrido con grandes campeones, precisamente con los más inconmovibles, y si puede pasarle a Monzón, que es el más firme de todos los actuales, ¿por qué no va a sucederle al kamikaze Wajima? Wajima es, sobre todo, un pegador y un fajador trepidante. La respuesta hay que reservarla para el Nippon University Auditorium y las esperanzas para ahora mismo. Las estamos consumiendo todos en el hotel, en la calle, en los taxis, en las tiendas, en los jardines de los templos reconstruidos. Estamos viviendo de esperanzas, quizá para apabullar con ellas al racional pesimismo que nos invade, aunque nadie aluda a él. En todo queremos ver un dato favorable y hoy nos hemos alegrado al saber que los guantes serán de ocho onzas, en vez de los tradicionales de seis, cosa que perjudica más a un pegador nanto que a quien no lo es.
En este país se venden al año un millón de guitarras españolas. Si ganara Pepe Durán, habría sonanta.
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