Miguel
Angel del Pozo
AS.com
El
11 de febrero de 1990 fue el principio del fin para Mike Tyson. Aquella mañana
(la velada comenzó a las 09:00 hora local), en el Tokyo Dome de Japón ‘El
terror del Garden’ defendía sus títulos de campeón del mundo de los pesos
pesados. El aspirante, un ‘Don Nadie’: James ‘Buster’ Douglas. Era tan poca la
confianza que había en el púgil de Ohio que los promotores se llevaron la
velada fuera de Estados Unidos por el miedo que tenían a que Tyson reventara a
‘Buster’ en poco tiempo. Como los 93 segundos que tardó en triturar a Carl
Williams meses antes. Sería un mal negocio y un bochorno para las televisiones
y para el tinglado pugilístico que ese espectáculo se diera en Las Vegas. “Yo
he venido a Tokio a ganar”, comentó Douglas en los días previos al combate,
ante la incredulidad de todos. Mientras ‘Buster’ pensaba en ganar, Tyson se
dedicaba a alternar, cerrar bares, rodar spots, visitar el zoológico de Tokio,
firmar autógrafos o fotografiarse junto al campeón del mundo de sumo Konishiki.
Todo siempre con Don King a su vera.
Para
entender la magnitud de la derrota de Tyson a manos de Douglas hay que poner en
contexto la meteórica carrera de Mike y cómo había llegado hasta aquella pelea
que supuso hace 30 años una de las mayores sorpresas del deporte mundial. El
mejor boxeador de finales del siglo XX, y uno de los más fascinantes de todos
los tiempos, creció en un barrio marginal de Brooklyn, donde romper las reglas
era sobrevivir. A los 12 años tenía 30 condenas por robo y violencia. Creció
sin padre y necesitaba una figura paterna, sin duda. Y eso fue lo que encontró
en el mítico preparador Cus D’Amato, que había entrenado, entre otros, a Floyd
Patterson, Kevin Rooney, Joe Shaw o Jose Torres. D’Amato moldeó al joven Mike y
lo convirtió en una máquina de aniquilar y machacar rivales. Canalizó la
naturaleza agresiva de ‘Ironman’ hasta sus guantes, convirtiendo sus puños en
armas de destrucción masiva: “Vi que Mike era fuerte, que podía aguantar los
golpes. Y estaba dispuesto a ser constante. Por eso le dije que podía hacer de
él un gran boxeador y el futuro campeón del mundo”. Y Tyson captó el mensaje.
Era agresivo, maleducado e insolente. Y muy inteligente. D’Amato tuvo que
despojar a Tyson de toda la porquería para llegar a su interior, y a partir de
ahí construyó una obra inigualable y un boxeador casi perfecto: “El boxeo tiene
que ver más con la cabeza que con los puños. Colócate de lado y así podrás
lanzar con peor intención ese golpe. Hay algo que te está distrayendo”, solía
repetirle el viejo Cus a su pupilo cada sesión.
D’Amato
presentó a Tyson al mundo en las Olimpiadas junior de 1982. Mike Tyson tenía
entonces 16 años. “¿Qué vas a hacer cuando salgas ahí?”, le preguntó a Mike
antes del primer combate. “Voy a salir como un hijo de perra”, contestó este. Y
tardó ocho segundos en fulminar a su rival. Con asistencia médica incluida. Y
así fueron pasando los combates hasta que logró hacerse con el título de
campeón olímpico junior. El combate final apenas duró 35 segundos. Poco más de
medio minuto para que la esquina rival arrojase la toalla: “No queríamos que le
hiciera más daño”.
Y
llegó el momento de dar el paso al profesionalismo. En 1985. Desde entonces, y
KO tras KO, fue dejando rivales en la lona. Y con el hándicap de ser mucho más
pequeño que la mayoría de ellos. No tenía suficiente envergadura para hacer un
boxeo más práctico y metódico. Tenía que arrollar. Invadir. Echarse encima de
sus rivales y machacarlos. Así logró aspirar al título de campeón del mundo. Se
presentó el 22 de noviembre de 1986 ante Trevor Berbick, dueño del cinturón de
los pesados, con un récord de 27 victorias, 25 por KO y ninguna derrota.
Pero
Tyson subió aquella noche al ring del hotel Hilton de Las Vegas con el alma
rota. Cus D’Amato había fallecido poco antes. A la esquina de Tyson le
preocupaba que no tuviera la cabeza en la pelea. Unas dudas que duraron apenas
seis minutos, dos asaltos. Los que tardó Tyson en aniquilar al campeón de los
pesados y enseñarle al mundo quién era y de lo que era capaz. Una combinación
de golpes rápidos, un derechazo al torso y un gancho de izquierdas limpio a la
cabeza de Berbick que asombraron al mundo. Tyson se convertía en el campeón del
mundo de los pesados más joven de toda la historia y empezaba una nueva era
para el boxeo. Tyson pasó a ser una celebridad y una máquina de destrozar
boxeadores y de hacer dinero. Los más afamados promotores se lo rifaban.
Incluido, como no podía de ser de otra forma, el extravagante Don King. Y poco
a poco su situación cambió, el destino de su carrera ya no estaba en sus manos.
Pertenecía a Don King. Un boxeador letal, una máquina de triturar, pero frágil
mentalmente, en manos de aquel promotor. Las decisiones que se tomaron respecto
a Tyson y su carrera eran las que beneficiaban personalmente a Don King y no a
‘Ironman’. Con el cinturón en su mano, Don King le preparó a su nuevo pupilo
varias peleas con la posibilidad de ir unificando títulos. Tras ganar en Las
Vegas (1-8-1987) a Tony Tucker en 12 asaltos y a los puntos, Tyson reunió los
cinturones de la WBC, WBA e IBF. Unos reinados que defendió con sus puños y sus
KO ante Tyrell Biggs (7º asalto), Larr y Holmes (4º), Tony Tubbs (2º), Michael
Spinks (1º), Frank Bruno (5º) y Carl Williams (1º). Y así se llegó a la pelea
ante James ‘Buster’ Douglas. Precisamente se eligió a James por ser un rival
con buena planta. Un tipo que le aguantase lo suficiente a Tyson. Pero tampoco
demasiado.
Los
púgiles llegaron a Tokio varios días antes de la pelea. Había que aclimatarse.
Al horario, al clima, a todo. Y mientras ‘Buster’ se mataba a entrenar y se
repetía una y otra vez que no tenía nada que perder, Tyson se dedicó a la
farándula. Clubes, fiestas, autógrafos, saraos y poco gimnasio. En un principio
parecía que tampoco iba a ser necesario nada más. Delante estaría un púgil que
era un buen atleta pero poco más. Además, ‘Buster’ psicológicamente no llegaba
en la mejor forma posible: su madre había fallecido tres semanas antes y su
esposa padecía serios problemas de salud. Pero James Douglas llegó a Tokio a
pelear. A por el cinturón. Aunque nadie creyera en él. “Soy alguien y no tengo
nada que perder”, se repetía una y otra vez ‘Buster’ durante las sesiones de
entrenamiento. Algo de optimismo no le venía mal, ya que enfrente iba a tener a
una bestia con un récord escalofriante: Tyson llegó a Tokio con 37 victorias,
32 de ellas por KO y 17 en el primer asalto. Cero derrotas. Nunca nadie le
había tumbado. Casi nada.
La
vida de Mike Tyson ya empezaba a ser un espectáculo mediático, con cambios de
entrenadores y con un romance y divorcio con Robin Givens que se llevó la mitad
de su fortuna. Pero poco importaba. Tyson estaba de vuelta, como rezaban los
carteles de la pelea. De vuelta tras seis meses de su último combate y en los
que se le vio más por las discotecas que por los gimnasios. Y eso le costó que
un sparring le mandara al suelo durante uno de los entrenamientos públicos
antes de la pelea de Tokio. Hay quien todavía sostiene que aquello fue parte
del paripé en el que se había convertido la carrera de Mike Tyson de la mano de
Don King.
Fuera
como fuese, el 11 de febrero de 1990 ‘Buster’ Douglas apareció en el Tokyo Dome
con la indumentaria habitual de un boxeador: batín blanco con capucha. Como
toda la vida. Mientras, Tyson entró en escena con una camiseta descuidada, sin
mangas, excesivamente escotada. Luce músculo y desde el paseíllo intenta
intimidar a Douglas. Mientras ‘Buster’ salta y baila durante las
presentaciones, Tyson camina por el ring mirando a su rival. Quiere
intimidarlo. Asesinarlo con la mirada. Como tantas otras veces había hecho. “No
le aparté la mirada, sabía que iba a hacerlo. Sólo estaba concentrado en romper
a sudar. Sólo tenía una estrategia. Sobrevivir a aquello y al combate”, apuntó
James Douglas recordando esos instantes. La primera táctica no le funcionó a
Tyson. Y tuvo que ir un paso más allá: “No eres nadie, ‘Buster’. No existes.
Eres muy malo”, le decía ‘El terror del Garden’ siempre que tenía oportunidad.
Nada nuevo para Douglas, que se había hartado de escuchar ese discurso de Tyson
y su entorno durante toda la semana. Las palabras no duelen. Las amenazas no
noquean.
La
pelea comenzó, como era de esperar, con un Tyson lanzado y dispuesto a fulminar
a su oponente lo antes posible. Era el favorito. Había tumbado ya a 17 moles en
el primer asalto. Y Douglas no tenía por qué ser una excepción. Pero el
arranque de furia de Mike duró apenas dos asaltos. Dos asaltos que ni siquiera
ganó según las cartulinas de los jueces. “Si es capaz de mantener alejado a
Tyson esto podría durar unos cuantos asaltos, pero si no lo consigue, Mike
acabará con él rápido”, sentenciaban los comentaristas de televisión. Y James
‘Buster’ Douglas, ese tipo que se subió al ring con las apuestas del Bellagio
(Las Vegas) en contra con un contundente 40 a 1, empezó a dominar la pelea.
Bailaba y mantenía en la distancia a Tyson. Y le golpeaba. Así logró hacerse
dueño del centro del ring, contra un Tyson que cada vez está más aletargado,
lento y pesado, y cuyas rodillas le van lanzando señales según va recibiendo jabs
y directos de ‘Buster’. No le aguantan. Y a eso se suma que no se defiende. A
partir del quinto asalto el ojo de Tyson empieza a hincharse y a cerrarse.
Nadie entiende nada. Ni los comentaristas de televisión, quienes asombrados
empiezan a apuntar que podrían estar ante una noche histórica dentro del boxeo.
El
sexto asalto también es para el aspirante, al igual que el séptimo. A Tyson,
cada vez más cansado y lento, sólo le queda una salida. Confiar en encontrar un
hueco en la defensa de Douglas y acabar con esa pesadilla y con un ‘Don Nadie’
que le ha salido respondón. Y ese momento llega en el octavo round. El
aspirante, que ya se ve tan superior que incluso se atreve a arrinconar contra
las cuerdas al campeón, descuida la guardia un instante. Tyson, acorralado,
golpeado, humillado y vencido por un ‘paquete’ ve el hueco y saca el brazo a
pasear: gancho de derecha que explota en la mandíbula del crecido aspirante y
lo manda a la lona. El árbitro mexicano inició la cuenta, mientras Douglas dio
un par de golpes a la lona, como maldiciendo su suerte, “qué cerca lo tuve”.
Una cuenta lenta. Cuando llegó a seis y con Douglas todavía en el suelo, el
árbitro se volvió hacia una de las esquinas como pidiendo calma a todo el
mundo. Douglas se levantó cuando el árbitro llegó a nueve, aunque repasando las
imágenes realmente se observa que pasaron entre 11 y 12 segundos de reloj.
“Podía haberme levantado a los seis, pero me tomé un par de segundos de
descanso”, recuerda Douglas sobre una cuenta que supuso que Don King no
reconociera la victoria y que incluso le llevó a interponer una queja formal
ante las distintas federaciones implicadas en el combate. Queja que quedó en
agua de borrajas.
Con
el aspirante en pie, a Tyson sólo le quedaba rematar la faena. Meyran da la
señal para que continúe el combate pero el sonido de la campana pone fin al
octavo round. Salvado por la campana. Va a comenzar el noveno acto y ya nadie
duda de que Tyson tumbará otra vez al correoso ‘Buster’. Es cuestión de tiempo.
Sólo eso. Pero en el inicio del asalto número nueve el aspirante pasa por encima
de Tyson. Y el décimo sigue en la misma tónica. Ironman está recibiendo golpe
tras golpe. Su defensa ha dejado de existir. Y Douglas, a base de directos al
rostro de su contrincante, evita que se le agarre. Y llega el momento: gancho
de derecha que llega limpio y hace retroceder a Tyson. En su retirada recibe
una combinación de crochet de izquierda, derecha e izquierda que le hunde en la
lona. Las apuestas han saltado por los aires, al igual que el protector bucal
del campeón. Por primera vez alguien ha sido capaz de tumbar a Mike Tyson. El
invencible boxeador de Brooklyn ha caído y lucha contra la cuenta del árbitro
para volver a la pelea. Pero sólo acierta, todavía aturdido por la combinación
de golpes que ha recibido, a gatear por el ring, a recoger el protector bucal y
sostenerlo de lado con la boca y a ponerse en pie para que el mexicano Meyran
le recoja en sus brazos. KO. Tyson ha caído y James Douglas es el sorprendente
nuevo dominador de los pesos pesados.
A
partir de entonces tanto a Tyson como a Douglas les cambió la vida. A ‘Buster’
le ofrecieron una bolsa millonaria por defender su corona ante Evander
Holyfield, el rival que Don King tenía en mente para Tyson cuando este acabara
con ‘Don Nadie’ Douglas. ‘Buster’ perdió en tres asaltos aquel combate ante
Holyfield y se embolsó 24 millones de dólares, que hubieran sido 100 si hubiera
retenido sus títulos. Pero como él mismo reconoció, no tenía ni ánimo ni ganas
de boxear tras la batalla de Tokio. Luego vendrían sus problemas de salud, la
afición a la comida basura y tres días en coma por sus malos hábitos
alimenticios y su diabetes. Se recuperó, volvió a boxear, eso sí, ante rivales
de menor entidad, y se retiró a su rancho de Ohio.
Para
Tyson la pesadilla no hizo más que comenzar. “El combate contra ‘Buster’
Douglas no tendría que haber sido difícil. Antes que a él había derrotado sin
mucho esfuerzo a otros que eran mejores. Pero no me tomé a Douglas en serio.
Fui a Japón y alterné con muchas mujeres. No entrené ni me tomé el combate en
serio. No puedo culpar a nadie. Debería haber entrenado más. No me cuidé y
maltraté mi cuerpo. Cuando Cus D’Amato murió y me divorcié, lo perdí todo”,
reconoció Tyson años más tarde. Tras aquella derrota vino su paso por la cárcel
acusado de violación a una miss. Salió de allí tres años más tarde. Pero no era
el mismo. Regresó con ganas de subir al ring, pero era un tipo más salvaje aún.
Se volvió incontrolable. “Perdí toda mi humanidad y mi reputación allí dentro”,
recuerda un arrepentido Tyson. Su incidente con Holyfield, al que acabó
arrancando parte de una oreja de un bocado, y el lamentable espectáculo en la
previa ante Lenox Lewis atestiguan la violencia desmedida con la que ‘El terror
del Garden’ salió de prisión. Aquel combate con Lewis fue la última oportunidad
para Tyson. En la presentación de la velada intentó agredir al británico: “Me
quedé desconcertado, preguntándome qué le pasaba. Ese tipo de cosas
intimidatorias son las que hace un gilipollas. Él sabía que no me podía ganar.
En el ring no pudo ni tocarme. Fue valiente, hizo lo que pudo. Pero yo fui
mejor”.
Y
así fue, como relata Lewis, que humilló a Tyson. Se movió mejor, golpeó mejor y
manejó los tiempos mejor. En el octavo asalto una derecha mandó al suelo a
Tyson. Con la cara ensangrentada y boca arriba, Tyson escuchaba la cuenta.
Levantaba un poco la cabeza, miraba a su alrededor y volvía a posarla. No
quería seguir. Había tenido suficiente.
Tyson
se subió tres veces más al ring, con más pena que gloria. Pero ya todo había
acabado. Acabó aquella mañana en Tokio con ‘Buster’ Douglas, el ‘Don Nadie’ que
había iniciado el principio del fin de Mike ‘Ironman’ Tyson.