domingo, 12 de abril de 2009
'Sugar' Ray, el que se comió la vida a golpes
Por QUIQUE PEINADO
“Sé que me he gastado cuatro millones de dólares. Y no me arrepiento. Nunca aposté, simplemente me dediqué a hacer a la gente feliz, a llevar a los míos conmigo y a prestarle dinero a quien lo necesitaba. Muchas veces no me lo devolvían, pero no me importa”. La frase era de un orgulloso boxeador retirado, ‘Sugar’ Ray Robinson, unánimemente reconocido como el mejor boxeador de la historia libra por libra. Acabó arruinándose, pero nunca se arrepintió de lo hecho. “El dinero es para disfrutarlo”, decía.
Mohammed Ali dijo de él que era “el rey, el maestro, mi ídolo”. Le ofreció ser su manager, cuando ‘Sugar’ ya flirteaba con la indigencia, pero se negó. La oferta incluía hacerse de la Nación del Islam, la secta de musulmanes negros de la que era devoto Ali. “Le dije que era cristiano y que creía en Dios”, declaró Robinson. Así era él: todo importaba más que el dinero.
Tanto fue así que a mediados de los 60, unos meses después de retirarse a los 44 años, la ciudad de Nueva York, la misma que le había visto crecer en su orgulloso Harlem cuando a los 12 años emigró desde Detroit, le hizo un homenaje. El Madison Square Garden, repleto, recordó su figura, su pegar radiante, galáctico, el más rápido que ha habido jamás. Y le dio un gran trofeo que le coronaba como ‘El mejor boxeador de todos los tiempos’. Cuando llegó a su modesta casa, se quitó el traje que ocultaba su ruina y el trofeo se quedó en el suelo. Sólo tenía dos muebles: una plancha de débil metal sobre cuatro patas de madera y una vieja cama de madera. Ninguno aguantaba el peso del pesado galardón.
Fue el resultado de la manera en la que interpretó la vida. Viajaba con 13 personas, desde un peluquero hasta un chico que silbaba en los entrenamientos para que ‘Sugar’ llevara el ritmo. Inventó el concepto de ‘séquito’, esa gente que, sin saber muy bien por qué, acompaña a algunos deportistas, especialmente afroamericanos. “Algunos venían simplemente porque me lo hacían pasar bien, para reírnos”, reconocía el boxeador.
Hoy se cumplen 20 años de su muerte, víctima del Alzheimer, en California, donde pasó sus últimos años haciendo esporádicas apariciones en televisión y gestionando una fundación de ayuda a los más pobre. Dos décadas desde que se fue el púgil que bailaba en el ring y cuando se bajaba de él quería seguir danzando, devorando la vida que le había dado el don de boxear como nunca nadie lo hizo antes ni lo ha vuelto a hacer después.
El boxeo más dulce
No había nadie en Nueva York que, a comienzos de los 40, no hubiera oído hablar de ‘Sugar’ Ray Robinson, el chico de los golpes dulces, el que lanzaba puños a la velocidad de la luz. Como amateur había ganado sus 85 combates, 69 por KO. “Era capaz de dar un golpe de KO retrocediendo. Su juego de pies era algo nunca visto hasta entonces. Su velocidad de manos era inigualable”, escribió Bert Randolph, director de ‘Ring Magazine’, en un libro en el que colocaba a ‘Sugar’, como todos, en el número uno del ranking de todos los tiempos.
Para Robinson, la clave era “el ritmo. Tienes que tener ritmo y hacer que el rival no se meta en él. El boxeo es el arte de la autodefensa”. Un ritmo que exhibió en aquellos seis combates de leyenda con Jake LaMota, recogidos en ‘Toro Salvaje’, la mítica película de Martin Scorsese. Pero el baile encima del ring no le llenaba.
Tal era su afán de ritmo que en 1952, 12 años después de su debut profesional, decidía retirarse para empezar una errática carrera en su otra gran pasión: ser bailarín de claqué. Acababa de ser noqueado por primera y única vez en su carrera por Joel Maxim. A Robinson le tiraron los golpes de su rival, pero sobre todo, el calor: En el Yankee Stadium, al aire libre, hacía 39 grados y antes que Robinson, se cayó el árbitro, también víctima del calor.
Sólo le noquearon una vez, y fue por el calor: hacía 39 grados y hasta el árbitro se desmayó
Era su primera retirada, con 131 victorias en 136 combates. Tres años después, tras fracasar como bailarín, volvió, y dejó grandes gestas. En su tercer combate, contra ‘Bobo’ Olson, ya era otra vez campeón del mundo. Terminaría con 16 derrotas, seis de ellas en sus cinco últimos meses como profesional, ya físicamente mermado y con su desordenada vida comiéndose su talento.
Luego vino la pobreza y un final honroso, el que pudo llevar con dignidad sus últimos años hasta que el Alzheimer le convirtió en sus propios recuerdos. Tenía 67 años cuando, el 12 de abril de 1989, se fue para siempre. Él se comió su vida a golpes, la disfrutó y, quizá, acabó noqueado por ella. Pero fue la derrota más dulce del boxeador que pegaba con puños de azúcar.
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