lunes, 4 de febrero de 2008

JULIO CÉSAR VÁSQUEZ: OTRO PUGILISTA QUE NO SABE RETIRARSE A TIEMPO


La reunión comenzó en el centro de prensa del hotel Taj Mahal de Atlantic City. Y continuó en uno de los salones del lobby. Era el 4 de marzo de 1995 y faltaban pocas horas para que Julio César Vásquez defendiera por 11ª vez su título mundial de los mediano juniors de la AMB ante el prestigioso Pernell Whitaker, por entonces consierado el mejor boxeador "libra por libra" de todo el espectro interanacional, quien había trepado desde su sitial de campeón de los welters para asumir el deafío. Había alto nerviosimo en el lugar. La familia Duva, con el viejo Lou a la cabeza, los amos del boxeo en la costa este de los Estados Unidos, discutían acaloradamente con Osvaldo Rivero, el apoderado del campeón. El mensaje que llevaba el manager de parte de Vasquez era claro: no subiría al ring si no tenía asegurado el cobro de 500 mil dólares limpios para él. Se habló de los impuestos, de las comisiones, de la resignación de ganancias de los empresarios y de los representantes. Al fin, se acordó el pago ante la intransigencia de Vásquez. Se trataba de un gran negocio. Y el tenía razones para exigir. Llevaba diez defensas exitosas desde que le ganara la corona al japonés Hitoshi Kamiyama, en Ferro, en diciembre de 1992. Y seis las había concretado en 1994. Incluida una contra el promocionado estadounidense Ronald Wright. Tuvo que viajar de urgencia a ese combate porque la AMB lo había amenazado con quitarle el título porque -tras una revisión médica- había decidido que una lesión que padecía en una mano no lo habilitaba para pedir postergación. Aun con escasa preparación, derribó cinco veces al desafiante en una inolvidable pelea en San Juan de Luz, Francia, el País Vasco en realidad. Y ganó por puntos. También había derrotado con nitidez en marzo de 1993 a Javier Castillejo, en Madrid.

Perdió por puntos aquella pelea con Whitaker, muy lejos en las tarjetas, en verdad. Pero con su potencia y su orgullo intactos consiguió recuperar el título antes del final de 1995. En la helada noche del 16 de diciembre, en Filadelfia, produjo un milagro cuando con su poderosa zurda noqueó al local Carl Daniels en el undécimo asalto, cuando perdía por amplio margen de puntos.

La caída comenzó en agosto de 1996 cuando volvió a resignar su corona, ante el francés Laurent Boudouani, en Le Cannet. Fue nocaut técnico en el quinto. Y su carrera comenzó a oscurecerse. Pareció atrapado por el estigma que suele atacar a muchos de los boxadores, que salen de la nada, acarician la gloria, despilfarran, incentivados por los oportunistas inescrupulosos de siempre, y vuelven casi solitarios a la nada, como perversa parábola.

Fue triste ver la imagen de un ídolo, un gran campeón, de los mayores que dio el boxeo argentino, desparramada sobre un ring de Mar del Plata, a los 41 años (por una bolsa de 7 u 8 mil pesos) tras un golpe de Rubén Acosta, campeón sudamericano de los supermedios, en la zona hepática, en el primer asalto.

El gesto respetuoso del vencedor fue el mejor testimonio. La mueca de Julio César Vasquez se pareció a un reclamo patético y resignado. Una cruel evidencia.

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